Para el filósofo esloveno Slavoj Zizek es ingenuo confiar en efectos positivos de las crisis económicas. La última exhibe las fisuras del neoliberalismo y parece encaminarse hacia la imposición de drásticas medidas para perpetuar el capitalismo salvaje. "El comunismo vuelve a ser una opción", pronostica
SLAVOJ ZIZEK
Clarín (Traducción de Joaquín Ibarburu)
¿La crisis actual va a ser un momento aleccionador, el despertar de un sueño? Todo depende de cómo se lo simbolice, de que relato o interpretación ideológica se imponga y determine la percepción general de la crisis. Cuando se interrumpe el normal transcurrir de las cosas de forma traumática, se abre el terreno a una competencia ideológica "discursiva": en la Alemania de fines de los años 20, por ejemplo, Hitler ganó la competencia por la narración que explicaría a los alemanes las razones de la crisis de la República de Weimar y la salida de la misma (su trama fue el plan judío); en la Francia de 1940 fue la narración del mariscal Petain la que ganó en lo relativo a explicar los motivos de la derrota de Francia. La expectativa optimista izquierdista de que la crisis económica y financiera actual dé una oportunidad a la izquierda radicalizada es, por lo tanto, de una miopía peligrosa: el principal efecto de la crisis no va a ser el auge de la política emancipatoria radicalizada sino el apogeo del populismo racista, más guerras, más pobreza en los países más pobres del Tercer Mundo, mayores divisiones entre ricos y pobres.
Si bien las crisis sacan a la gente de una actitud de complacencia y la llevan a cuestionar los fundamentos de su vida, la primera reacción espontánea es el pánico, que lleva a un "retorno a las cosas básicas": las premisas básicas de la ideología imperante no se ponen en duda, sino que se afirman de manera aun más violenta. El peligro es, por lo tanto, que la crisis actual se utilice según los lineamientos de lo que Naomi Klein llamó la "doctrina de shock". Las reacciones hostiles predominantes en relación con el nuevo libro de Naomi Klein son mucho más violentas de lo que cabría esperar; hasta los benévolos liberales de izquierda, que ven con simpatía algunos de sus análisis, deploran la forma en que "el griterío oscurece su razonamiento" (como señaló Will Hutton en su reseña del libro en The Observer). Es evidente que Klein tocó algún nervio muy sensible con su tesis principal: "La historia del libre mercado contemporáneo se escribió mediante shocks. Algunas de las más graves violaciones de los derechos humanos de los últimos 35 años (...) se cometieron con la deliberada intención de aterrar a la gente o estuvieron destinados a preparar el terreno para la introducción de reformas drásticas de libre mercado" (en La doctrina del shock).
Esa tesis se desarrolla a través de una serie de análisis concretos, entre los cuales la guerra de Irak desempeña un papel central: el ataque de los Estados Unidos a Irak se basó en la idea de que, luego de la estrategia militar de "conmoción y pavor", el país podía organizarse como un paraíso de libre mercado, dado que el país y la población estarían tan traumatizados que no ofrecerían oposición... La imposición de una economía de mercado se facilita mucho si lo que allana el camino a la misma es algún tipo de conmoción (natural, militar, económica) que obliga a la gente a abandonar las "viejas costumbres", convirtiéndola en una tabula rasa ideológica, en sobreviviente de su propia muerte simbólica, dispuesta a aceptar el nuevo orden una vez barridos los obstáculos. La doctrina del shock de Klein también es válida para la ecología: lejos de poner en peligro el capitalismo una gran catástrofe ecológica bien podría fortalecerlo con la apertura de nuevos espacios de inversión capitalista.
¿Y si la crisis actual también se usa como un "shock" que cree las condiciones ideológicas para una terapia liberal más profunda? La necesidad de esa terapia de shock surge del núcleo utópico (con frecuencia olvidado) de la economía neoliberal. Si bien el liberalismo se presenta como encarnación de la antiutopía, y el neoliberalismo como señal de la nueva era de la humanidad que dejó atrás los proyectos utópicos responsables de los horrores totalitarios del siglo XX, ahora es evidente que los tiempos de verdadera utopía fueron los felices años 90 de Clinton con su creencia de que llegamos al "fin de la historia" (Fukuyama), de que por fin se halló la fórmula para el orden socioeconómico óptimo. La experiencia de las últimas décadas demuestra a las claras que el mercado no es un mecanismo benigno que funciona mejor cuando se lo deja trabajar en paz, sino que exige mucha violencia paralela al mercado para crear las condiciones para su funcionamiento. La forma en que los fundamentalistas del mercado reaccionan a los resultados destructivos de la instrumentación de sus recetas es típica de los "totalitarios" utópicos: responsabilizan del fracaso a las concesiones de quienes concretaron sus visiones (todavía hay demasiada intervención del estado, etc.) y exigen una instrumentación aun más drástica de la doctrina de mercado.
En consecuencia, para decirlo en términos marxistas anticuados, la tarea principal de la ideología gobernante en la crisis actual es imponer un relato que no responsabilice de la crisis al sistema capitalista global como tal, sino a su desviación accidental secundaria (regulaciones legales demasiado laxas, corrupción de las grandes instituciones financieras, etc.). En tiempos del Socialismo Existente, las ideologías prosocialistas trataban de salvar la idea del socialismo diciendo que el fracaso de las "democracias del pueblo" era el fracaso de una versión inauténtica del socialismo, no de su idea como tal. No es sin ironía que se destaca que (a menudo los mismos) ideólogos que se burlaron de esa defensa del socialismo y la calificaron de ilusoria, insistiendo en que había que responsabilizar a la propia idea básica, ahora recurren al mismo tipo de defensa: no es el capitalismo el que está en bancarrota, sino sólo su concreción distorsionada...
Así, luego de condenar a todos los "sospechosos habituales" de utopías, tal vez haya llegado el momento de concentrarse en la propia utopía liberal. Es lo que habría que contestarles a quienes rechazan todo intento de cuestionar los fundamentos del orden capitalista democrático liberal como una utopía peligrosa: la crisis actual nos enfrenta a las consecuencias del núcleo utópico de ese orden. Si bien el liberalismo se presenta como la encarnación de la antiutopía, y el neoliberalismo como señal de la nueva era de la humanidad que dejó atrás los proyectos utópicos responsables de los horrores totalitarios del siglo XX, ahora se hace evidente que los tiempos de la verdadera utopía fueron los felices años 90 de Clinton, con su creencia de que llegamos al "fin de la historia" (Fukuyama), de que la humanidad por fin encontró la fórmula para el orden socioeconómico óptimo. La experiencia de las últimas décadas demuestra que el mercado no es un mecanismo benigno que funciona mejor cuando se lo deja trabajar en paz, sino que exige mucha violencia paralela al mercado para crear las condiciones para su funcionamiento. La forma en que los fundamentalistas del mercado reaccionan a los resultados destructivos de la instrumentación de sus recetas es típica de los "totalitarios" utópicos: responsabilizan del fracaso a las concesiones de quienes concretaron sus visiones (todavía hay demasiada intervención del estado, etc.) y exigen una instrumentación aun más drástica de la doctrina de mercado. Ese anverso violento de la fórmula liberal es el mensaje inquietante del libro de Klein, y la crisis financiera actual demuestra lo difícil que es perturbar el denso fondo de premisas utópicas que determinan nuestros actos, como dice Alain Badiou: "Se exige a los ciudadanos que "entiendan" que no es posible cubrir la brecha financiera de la Seguridad Social, pero que, sin ponerse a contar los miles de millones, debe cubrirse la brecha de los bancos. Debemos aprobar seriamente que nadie quiera nacionalizar una fábrica en problemas por la competencia, fábrica en la que trabajan miles de personas, pero que resulte evidente nacionalizar un banco que se desplomó debido a sus especulaciones" (Le Monde, 17 de octubre de 2008).
Habría que generalizar la siguiente afirmación. Cuando combatimos el sida, el hambre, la falta de agua, el calentamiento global, etc., si bien reconocemos la urgencia de esos problemas, siempre hay tiempo para reflexionar, postergar decisiones (la principal conclusión de la última reunión de los gobernantes de las superpotencias en Bali, considerada un éxito, fue que volvería a reunirse en dos años para seguir conversando ...), pero en la crisis financiera la urgencia de actuar fue categórica y de inmediato se encontró una suma que excedió todo lo imaginable. Salvar especies en peligro, salvar al planeta del calentamiento global, a los enfermos de sida, a los que mueren por falta de fondos para operaciones y tratamientos caros, salvar a los chicos que se mueren de hambre... todo eso puede esperar, pero el llamado "¡salven a los bancos!" es un imperativo categórico que exige y recibe atención inmediata. El pánico se hizo omnipresente y enseguida se estableció una unidad transnacional no partidaria: todos los enconos entre gobernantes se olvidaron en el acto para evitar LA catástrofe. Hasta los métodos democráticos quedaron suspendidos de facto: no había tiempo para la metodología democrática y quienes se opusieron al plan en el Congreso pronto fueron obligados a marchar con la mayoría. Bush, McCain y Obama se apresuraron a unirse; no había tiempo para prolongados debates; estamos en emergencia y hay que actuar ... No hay que olvidar que la inmensa suma de dinero no se gastó por una tarea "real" clara, sino para restablecer la confianza en los mercados, o sea ¡por una cuestión de fe! ¿Necesitamos otra prueba de que el Capital es el Real de nuestras vidas, el Real cuyas exigencias son mucho más absolutas que hasta la más acuciante de las exigencias de nuestra realidad natural y social? Fue Joseph Brodsky quien dio una respuesta adecuada a la misteriosa búsqueda del "quinto elemento" la quintaesencia de nuestra realidad: "Sumado al aire, la tierra, el agua y el fuego, el dinero es la quinta fuerza natural que un ser humano debe tener en cuenta con más frecuencia" (en uno de los ensayos recogidos en Menos que uno). Si se tienen dudas, baste una mirada a la crisis financiera de 2008.
A fines de 2008, investigadores de Cambridge y Yale que analizaban las tendencias en la epidemia de tuberculosis en las últimas décadas en Europa del este dieron a conocer su resultado: tras analizar datos de más de 20 países, establecieron una clara correlación entre los préstamos del FMI a esos países y el aumento de los casos de tuberculosis. Cuando los préstamos se interrumpieron, la epidemia de tuberculosis volvió a reducirse. La explicación es simple: la condición para el otorgamiento de los créditos es que el estado imponga una "disciplina financiera" (reducir el gasto público), y la primera víctima de esas medidas destinadas a establecer la "salud financiera" es la propia salud: el gasto en salud pública. Así queda abierto el camino para que los humanitarios occidentales deploren las catastróficas condiciones de los servicios médicos en esos países y ofrezcan asistencia caritativa.
La crisis financiera hizo imposible ignorar la flagrante irracionalidad del capitalismo global. Basta con comparar los 700.000 millones de dólares que se destinaron a la estabilización del sistema bancario tan sólo en los Estados Unidos con el hecho de que, de los 22.000 millones de dólares que los países más ricos iban a destinar a la ayuda a la agricultura de los países más pobres en este año de crisis de alimentos, sólo se aportaron 2.200 millones. La culpa de esa crisis de alimentos no puede atribuirse a los sospechosos habituales como la corrupción, la ineficiencia y el intervencionismo estatal de los países del Tercer Mundo. Al contrario, depende de manera directa de la globalización de la agricultura, y fue Bill Clinton el que lo dejó en claro en sus comentarios (según informó AP el 23 de octubre de 2008) sobre la crisis global de alimentos durante una reunión de la ONU en ocasión del Día Mundial de los Alimentos y con el elocuente título de "Nos equivocamos en relación con los alimentos globales" (el texto está disponible en www.cbsnews.com). El eje del discurso de Clinton fue que la actual crisis global de alimentos demuestra que "todos nos equivocamos, incluyéndome a mí cuando fui presidente", al tratar los alimentos agrícolas como materias primas en lugar de cómo un derecho vital de los pobres del mundo. Clinton fue muy claro al responsabilizar no a gobiernos o países individuales sino a la política global occidental a largo plazo que impusieron los Estados Unidos y la Unión Europea e instrumentaron durante décadas el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y otras instituciones. Esa política presionó a los países africanos y asiáticos para que abandonaran los subsidios gubernamentales para fertilizantes, semillas mejoradas y otros insumos agrícolas, allanando así el camino para que la mejor tierra se usara para cultivos de exportación y para arruinar la autosuficiencia alimentaria de los países. El resultado de esos "ajustes estructurales" fue la integración de la agricultura local a la economía global: al tiempo que se exportaba la producción agrícola, los agricultores que se quedaban sin tierras terminaban incorporándose a barriadas pobres y convirtiéndose en mano de obra para la explotación laboral tercerizada, y los países tuvieron que depender cada vez más de alimentos importados. Así se los mantiene en una dependencia poscolonial y se los hace cada vez más vulnerables a las fluctuaciones del mercado: el vertiginoso aumento del precio de los granos (producto también de su uso para la producción de biocombustibles) de los últimos años ya dio lugar a hambrunas en países, de Haití a Etiopía.
En estos años, esa estrategia se hizo sistemática y de mucho mayor alcance: las grandes empresas internacionales y los gobiernos trataron de compensar la escasez de tierra cultivable en sus propios países mediante el establecimiento de grandes establecimientos agrarios industriales en el exterior (V. Walt en Time, 23 de noviembre de 2008). Por ejemplo, en noviembre de 2008 Daewoo Logistics de Corea del Sur anunció que había negociado el alquiler por 99 años de casi un millón y medio de hectáreas de tierras cultivables en Madagascar, casi la mitad de la tierra cultivable de Madagascar. Daewoo planea sembrar maíz en alrededor de las tres cuartas partes y dedicar el resto a la producción de aceite de palma, producto primario clave para el mercado global de biocombustibles. Pero es apenas la punta del iceberg. El fértil suelo africano también resulta atractivo a otras naciones europeas y a los países del Golfo Pérsico petrolero. Si bien esos países ricos no tienen ningún problema para pagar la importación de alimentos, el actual torbellino de los mercados mundiales de alimentos hizo que aumentara el estímulo para asegurarse las propias fuentes de abastecimiento.
¿Cuál es el incentivo que tiene la otra parte, los países africanos en los que abunda el hambre y cuyos campesinos carecen de fondos para dedicar a fertilizante, herramientas básicas, combustible e infraestructura de transporte para producir con eficiencia y llevar su producción al mercado? Los representantes de Daewoo aseguran que el acuerdo también beneficiará a Magadascar: no sólo la tierra que están arrendando no está en uso en la actualidad, sino que, "si bien Daewoo proyecta exportar el producto de la tierra que arrienda en Madagascar, planea invertir unos 6.000 millones de dólares en los próximos veinte años en la construcción de instalaciones portuarias, carreteras, plantas eléctricas y sistemas de irrigación necesarios para sus negocios agrarios locales, lo que creará miles de empleos para los desocupados de Madagascar. Los empleos contribuirán a que la población de Madagascar gane dinero para comprar sus propios alimentos, aunque sean importados." El círculo de la dependencia poscolonial vuelve a cerrarse: la dependencia alimentaria aumentará.
¿No nos vamos acercando de forma gradual a un estado global en el que la posible falta de tres recursos materiales básicos (energía –petróleo-, agua, alimentos) se convertirá en el aspecto determinante de la política internacional? ¿No es la falta de alimentos que se hace visible en las (por ahora) esporádicas explosiones en un lugar u otro una de las señales del inminente apocalipsis? Si bien el hecho de que eso pase está sobredeterminado por múltiples factores (la creciente demanda en países de rápido desarrollo como India y China, las cosechas desastrosas debido a problemas ecológicos, el uso de grandes extensiones de tierras cultivables en los países del Tercer Mundo, de las que se desalojó a la población local, para productos de exportación, el uso determinado por el mercado de granos con otros fines, como el de los biocombustibles), parece evidente que la actual no es una crisis de corto plazo que se superará con rapidez mediante regulaciones de mercado apropiadas, sino un estancamiento de largo plazo imposible de solucionar con una economía de mercado. (Algunos apólogos del nuevo orden mundial destacan que esa falta de alimentos es en sí misma un índice del progreso material: la población del Tercer Mundo en rápido desarrollo gana más y puede permitirse comer más. El problema es que esa nueva demanda de alimentos pone a millones de personas del Tercer Mundo que no participan en ese desarrollo por debajo del nivel de supervivencia, en el hambre lisa y llana.) ¿No se aplica lo mismo a las inminentes crisis de energía y abastecimiento de agua? Para abordarlas de manera adecuada, habrá que inventar nuevas formas de acción colectiva en gran escala: ni la intervención estatal estándar ni las tan elogiadas autoorganizaciones locales pueden hacerlo. Si el problema no se va a resolver, habría que pensar con seriedad que nos encaminamos a una nueva era de apartheid en la que algunas partes aisladas del mundo que cuenten con abundancia de alimentos y energía estarán separadas de un exterior caótico dominado por la confusión, el hambre y la guerra permanente. ¿Qué debe hacer la población de Haití y la de otros lugares con escasez de alimentos? ¿No tienen pleno derecho a una rebelión violenta? El comunismo vuelve a ser una opción.
Clinton está en lo cierto cuando dice que "los alimentos no son un producto primario como otros; hay que volver a una política de máxima autosuficiencia de alimentos; es una locura pensar que podemos desarrollar otros países del mundo sin incrementar su capacidad de alimentarse." Pero aquí hay que agregar por lo menos dos cosas. En primer lugar, al tiempo que imponen la globalización de la agricultura a los países del Tercer Mundo, los países occidentales desarrollados hacen grandes esfuerzos por mantener su propia autosuficiencia de alimentos mediante el apoyo económico a sus propios productores rurales, etc. (este apoyo económico constituye más de la mitad del total del presupuesto de la Unión Europea). En segundo término, hay que tomar conciencia de que la lista de productos y cosas que no son "productos primarios como otros" es mucho más larga: no sólo defensa sino sobre todo alimentos, agua, energía, el medio ambiente como tal, cultura y educación, salud... ¿Quién y cómo decidirá sobre esas prioridades si no pueden quedar libradas al mercado? Es aquí donde hay que volver a plantear la cuestión del comunismo.
Si bien las crisis sacan a la gente de una actitud de complacencia y la llevan a cuestionar los fundamentos de su vida, la primera reacción espontánea es el pánico, que lleva a un "retorno a las cosas básicas": las premisas básicas de la ideología imperante no se ponen en duda, sino que se afirman de manera aun más violenta. El peligro es, por lo tanto, que la crisis actual se utilice según los lineamientos de lo que Naomi Klein llamó la "doctrina de shock". Las reacciones hostiles predominantes en relación con el nuevo libro de Naomi Klein son mucho más violentas de lo que cabría esperar; hasta los benévolos liberales de izquierda, que ven con simpatía algunos de sus análisis, deploran la forma en que "el griterío oscurece su razonamiento" (como señaló Will Hutton en su reseña del libro en The Observer). Es evidente que Klein tocó algún nervio muy sensible con su tesis principal: "La historia del libre mercado contemporáneo se escribió mediante shocks. Algunas de las más graves violaciones de los derechos humanos de los últimos 35 años (...) se cometieron con la deliberada intención de aterrar a la gente o estuvieron destinados a preparar el terreno para la introducción de reformas drásticas de libre mercado" (en La doctrina del shock).
Esa tesis se desarrolla a través de una serie de análisis concretos, entre los cuales la guerra de Irak desempeña un papel central: el ataque de los Estados Unidos a Irak se basó en la idea de que, luego de la estrategia militar de "conmoción y pavor", el país podía organizarse como un paraíso de libre mercado, dado que el país y la población estarían tan traumatizados que no ofrecerían oposición... La imposición de una economía de mercado se facilita mucho si lo que allana el camino a la misma es algún tipo de conmoción (natural, militar, económica) que obliga a la gente a abandonar las "viejas costumbres", convirtiéndola en una tabula rasa ideológica, en sobreviviente de su propia muerte simbólica, dispuesta a aceptar el nuevo orden una vez barridos los obstáculos. La doctrina del shock de Klein también es válida para la ecología: lejos de poner en peligro el capitalismo una gran catástrofe ecológica bien podría fortalecerlo con la apertura de nuevos espacios de inversión capitalista.
¿Y si la crisis actual también se usa como un "shock" que cree las condiciones ideológicas para una terapia liberal más profunda? La necesidad de esa terapia de shock surge del núcleo utópico (con frecuencia olvidado) de la economía neoliberal. Si bien el liberalismo se presenta como encarnación de la antiutopía, y el neoliberalismo como señal de la nueva era de la humanidad que dejó atrás los proyectos utópicos responsables de los horrores totalitarios del siglo XX, ahora es evidente que los tiempos de verdadera utopía fueron los felices años 90 de Clinton con su creencia de que llegamos al "fin de la historia" (Fukuyama), de que por fin se halló la fórmula para el orden socioeconómico óptimo. La experiencia de las últimas décadas demuestra a las claras que el mercado no es un mecanismo benigno que funciona mejor cuando se lo deja trabajar en paz, sino que exige mucha violencia paralela al mercado para crear las condiciones para su funcionamiento. La forma en que los fundamentalistas del mercado reaccionan a los resultados destructivos de la instrumentación de sus recetas es típica de los "totalitarios" utópicos: responsabilizan del fracaso a las concesiones de quienes concretaron sus visiones (todavía hay demasiada intervención del estado, etc.) y exigen una instrumentación aun más drástica de la doctrina de mercado.
En consecuencia, para decirlo en términos marxistas anticuados, la tarea principal de la ideología gobernante en la crisis actual es imponer un relato que no responsabilice de la crisis al sistema capitalista global como tal, sino a su desviación accidental secundaria (regulaciones legales demasiado laxas, corrupción de las grandes instituciones financieras, etc.). En tiempos del Socialismo Existente, las ideologías prosocialistas trataban de salvar la idea del socialismo diciendo que el fracaso de las "democracias del pueblo" era el fracaso de una versión inauténtica del socialismo, no de su idea como tal. No es sin ironía que se destaca que (a menudo los mismos) ideólogos que se burlaron de esa defensa del socialismo y la calificaron de ilusoria, insistiendo en que había que responsabilizar a la propia idea básica, ahora recurren al mismo tipo de defensa: no es el capitalismo el que está en bancarrota, sino sólo su concreción distorsionada...
Así, luego de condenar a todos los "sospechosos habituales" de utopías, tal vez haya llegado el momento de concentrarse en la propia utopía liberal. Es lo que habría que contestarles a quienes rechazan todo intento de cuestionar los fundamentos del orden capitalista democrático liberal como una utopía peligrosa: la crisis actual nos enfrenta a las consecuencias del núcleo utópico de ese orden. Si bien el liberalismo se presenta como la encarnación de la antiutopía, y el neoliberalismo como señal de la nueva era de la humanidad que dejó atrás los proyectos utópicos responsables de los horrores totalitarios del siglo XX, ahora se hace evidente que los tiempos de la verdadera utopía fueron los felices años 90 de Clinton, con su creencia de que llegamos al "fin de la historia" (Fukuyama), de que la humanidad por fin encontró la fórmula para el orden socioeconómico óptimo. La experiencia de las últimas décadas demuestra que el mercado no es un mecanismo benigno que funciona mejor cuando se lo deja trabajar en paz, sino que exige mucha violencia paralela al mercado para crear las condiciones para su funcionamiento. La forma en que los fundamentalistas del mercado reaccionan a los resultados destructivos de la instrumentación de sus recetas es típica de los "totalitarios" utópicos: responsabilizan del fracaso a las concesiones de quienes concretaron sus visiones (todavía hay demasiada intervención del estado, etc.) y exigen una instrumentación aun más drástica de la doctrina de mercado. Ese anverso violento de la fórmula liberal es el mensaje inquietante del libro de Klein, y la crisis financiera actual demuestra lo difícil que es perturbar el denso fondo de premisas utópicas que determinan nuestros actos, como dice Alain Badiou: "Se exige a los ciudadanos que "entiendan" que no es posible cubrir la brecha financiera de la Seguridad Social, pero que, sin ponerse a contar los miles de millones, debe cubrirse la brecha de los bancos. Debemos aprobar seriamente que nadie quiera nacionalizar una fábrica en problemas por la competencia, fábrica en la que trabajan miles de personas, pero que resulte evidente nacionalizar un banco que se desplomó debido a sus especulaciones" (Le Monde, 17 de octubre de 2008).
Habría que generalizar la siguiente afirmación. Cuando combatimos el sida, el hambre, la falta de agua, el calentamiento global, etc., si bien reconocemos la urgencia de esos problemas, siempre hay tiempo para reflexionar, postergar decisiones (la principal conclusión de la última reunión de los gobernantes de las superpotencias en Bali, considerada un éxito, fue que volvería a reunirse en dos años para seguir conversando ...), pero en la crisis financiera la urgencia de actuar fue categórica y de inmediato se encontró una suma que excedió todo lo imaginable. Salvar especies en peligro, salvar al planeta del calentamiento global, a los enfermos de sida, a los que mueren por falta de fondos para operaciones y tratamientos caros, salvar a los chicos que se mueren de hambre... todo eso puede esperar, pero el llamado "¡salven a los bancos!" es un imperativo categórico que exige y recibe atención inmediata. El pánico se hizo omnipresente y enseguida se estableció una unidad transnacional no partidaria: todos los enconos entre gobernantes se olvidaron en el acto para evitar LA catástrofe. Hasta los métodos democráticos quedaron suspendidos de facto: no había tiempo para la metodología democrática y quienes se opusieron al plan en el Congreso pronto fueron obligados a marchar con la mayoría. Bush, McCain y Obama se apresuraron a unirse; no había tiempo para prolongados debates; estamos en emergencia y hay que actuar ... No hay que olvidar que la inmensa suma de dinero no se gastó por una tarea "real" clara, sino para restablecer la confianza en los mercados, o sea ¡por una cuestión de fe! ¿Necesitamos otra prueba de que el Capital es el Real de nuestras vidas, el Real cuyas exigencias son mucho más absolutas que hasta la más acuciante de las exigencias de nuestra realidad natural y social? Fue Joseph Brodsky quien dio una respuesta adecuada a la misteriosa búsqueda del "quinto elemento" la quintaesencia de nuestra realidad: "Sumado al aire, la tierra, el agua y el fuego, el dinero es la quinta fuerza natural que un ser humano debe tener en cuenta con más frecuencia" (en uno de los ensayos recogidos en Menos que uno). Si se tienen dudas, baste una mirada a la crisis financiera de 2008.
A fines de 2008, investigadores de Cambridge y Yale que analizaban las tendencias en la epidemia de tuberculosis en las últimas décadas en Europa del este dieron a conocer su resultado: tras analizar datos de más de 20 países, establecieron una clara correlación entre los préstamos del FMI a esos países y el aumento de los casos de tuberculosis. Cuando los préstamos se interrumpieron, la epidemia de tuberculosis volvió a reducirse. La explicación es simple: la condición para el otorgamiento de los créditos es que el estado imponga una "disciplina financiera" (reducir el gasto público), y la primera víctima de esas medidas destinadas a establecer la "salud financiera" es la propia salud: el gasto en salud pública. Así queda abierto el camino para que los humanitarios occidentales deploren las catastróficas condiciones de los servicios médicos en esos países y ofrezcan asistencia caritativa.
La crisis financiera hizo imposible ignorar la flagrante irracionalidad del capitalismo global. Basta con comparar los 700.000 millones de dólares que se destinaron a la estabilización del sistema bancario tan sólo en los Estados Unidos con el hecho de que, de los 22.000 millones de dólares que los países más ricos iban a destinar a la ayuda a la agricultura de los países más pobres en este año de crisis de alimentos, sólo se aportaron 2.200 millones. La culpa de esa crisis de alimentos no puede atribuirse a los sospechosos habituales como la corrupción, la ineficiencia y el intervencionismo estatal de los países del Tercer Mundo. Al contrario, depende de manera directa de la globalización de la agricultura, y fue Bill Clinton el que lo dejó en claro en sus comentarios (según informó AP el 23 de octubre de 2008) sobre la crisis global de alimentos durante una reunión de la ONU en ocasión del Día Mundial de los Alimentos y con el elocuente título de "Nos equivocamos en relación con los alimentos globales" (el texto está disponible en www.cbsnews.com). El eje del discurso de Clinton fue que la actual crisis global de alimentos demuestra que "todos nos equivocamos, incluyéndome a mí cuando fui presidente", al tratar los alimentos agrícolas como materias primas en lugar de cómo un derecho vital de los pobres del mundo. Clinton fue muy claro al responsabilizar no a gobiernos o países individuales sino a la política global occidental a largo plazo que impusieron los Estados Unidos y la Unión Europea e instrumentaron durante décadas el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y otras instituciones. Esa política presionó a los países africanos y asiáticos para que abandonaran los subsidios gubernamentales para fertilizantes, semillas mejoradas y otros insumos agrícolas, allanando así el camino para que la mejor tierra se usara para cultivos de exportación y para arruinar la autosuficiencia alimentaria de los países. El resultado de esos "ajustes estructurales" fue la integración de la agricultura local a la economía global: al tiempo que se exportaba la producción agrícola, los agricultores que se quedaban sin tierras terminaban incorporándose a barriadas pobres y convirtiéndose en mano de obra para la explotación laboral tercerizada, y los países tuvieron que depender cada vez más de alimentos importados. Así se los mantiene en una dependencia poscolonial y se los hace cada vez más vulnerables a las fluctuaciones del mercado: el vertiginoso aumento del precio de los granos (producto también de su uso para la producción de biocombustibles) de los últimos años ya dio lugar a hambrunas en países, de Haití a Etiopía.
En estos años, esa estrategia se hizo sistemática y de mucho mayor alcance: las grandes empresas internacionales y los gobiernos trataron de compensar la escasez de tierra cultivable en sus propios países mediante el establecimiento de grandes establecimientos agrarios industriales en el exterior (V. Walt en Time, 23 de noviembre de 2008). Por ejemplo, en noviembre de 2008 Daewoo Logistics de Corea del Sur anunció que había negociado el alquiler por 99 años de casi un millón y medio de hectáreas de tierras cultivables en Madagascar, casi la mitad de la tierra cultivable de Madagascar. Daewoo planea sembrar maíz en alrededor de las tres cuartas partes y dedicar el resto a la producción de aceite de palma, producto primario clave para el mercado global de biocombustibles. Pero es apenas la punta del iceberg. El fértil suelo africano también resulta atractivo a otras naciones europeas y a los países del Golfo Pérsico petrolero. Si bien esos países ricos no tienen ningún problema para pagar la importación de alimentos, el actual torbellino de los mercados mundiales de alimentos hizo que aumentara el estímulo para asegurarse las propias fuentes de abastecimiento.
¿Cuál es el incentivo que tiene la otra parte, los países africanos en los que abunda el hambre y cuyos campesinos carecen de fondos para dedicar a fertilizante, herramientas básicas, combustible e infraestructura de transporte para producir con eficiencia y llevar su producción al mercado? Los representantes de Daewoo aseguran que el acuerdo también beneficiará a Magadascar: no sólo la tierra que están arrendando no está en uso en la actualidad, sino que, "si bien Daewoo proyecta exportar el producto de la tierra que arrienda en Madagascar, planea invertir unos 6.000 millones de dólares en los próximos veinte años en la construcción de instalaciones portuarias, carreteras, plantas eléctricas y sistemas de irrigación necesarios para sus negocios agrarios locales, lo que creará miles de empleos para los desocupados de Madagascar. Los empleos contribuirán a que la población de Madagascar gane dinero para comprar sus propios alimentos, aunque sean importados." El círculo de la dependencia poscolonial vuelve a cerrarse: la dependencia alimentaria aumentará.
¿No nos vamos acercando de forma gradual a un estado global en el que la posible falta de tres recursos materiales básicos (energía –petróleo-, agua, alimentos) se convertirá en el aspecto determinante de la política internacional? ¿No es la falta de alimentos que se hace visible en las (por ahora) esporádicas explosiones en un lugar u otro una de las señales del inminente apocalipsis? Si bien el hecho de que eso pase está sobredeterminado por múltiples factores (la creciente demanda en países de rápido desarrollo como India y China, las cosechas desastrosas debido a problemas ecológicos, el uso de grandes extensiones de tierras cultivables en los países del Tercer Mundo, de las que se desalojó a la población local, para productos de exportación, el uso determinado por el mercado de granos con otros fines, como el de los biocombustibles), parece evidente que la actual no es una crisis de corto plazo que se superará con rapidez mediante regulaciones de mercado apropiadas, sino un estancamiento de largo plazo imposible de solucionar con una economía de mercado. (Algunos apólogos del nuevo orden mundial destacan que esa falta de alimentos es en sí misma un índice del progreso material: la población del Tercer Mundo en rápido desarrollo gana más y puede permitirse comer más. El problema es que esa nueva demanda de alimentos pone a millones de personas del Tercer Mundo que no participan en ese desarrollo por debajo del nivel de supervivencia, en el hambre lisa y llana.) ¿No se aplica lo mismo a las inminentes crisis de energía y abastecimiento de agua? Para abordarlas de manera adecuada, habrá que inventar nuevas formas de acción colectiva en gran escala: ni la intervención estatal estándar ni las tan elogiadas autoorganizaciones locales pueden hacerlo. Si el problema no se va a resolver, habría que pensar con seriedad que nos encaminamos a una nueva era de apartheid en la que algunas partes aisladas del mundo que cuenten con abundancia de alimentos y energía estarán separadas de un exterior caótico dominado por la confusión, el hambre y la guerra permanente. ¿Qué debe hacer la población de Haití y la de otros lugares con escasez de alimentos? ¿No tienen pleno derecho a una rebelión violenta? El comunismo vuelve a ser una opción.
Clinton está en lo cierto cuando dice que "los alimentos no son un producto primario como otros; hay que volver a una política de máxima autosuficiencia de alimentos; es una locura pensar que podemos desarrollar otros países del mundo sin incrementar su capacidad de alimentarse." Pero aquí hay que agregar por lo menos dos cosas. En primer lugar, al tiempo que imponen la globalización de la agricultura a los países del Tercer Mundo, los países occidentales desarrollados hacen grandes esfuerzos por mantener su propia autosuficiencia de alimentos mediante el apoyo económico a sus propios productores rurales, etc. (este apoyo económico constituye más de la mitad del total del presupuesto de la Unión Europea). En segundo término, hay que tomar conciencia de que la lista de productos y cosas que no son "productos primarios como otros" es mucho más larga: no sólo defensa sino sobre todo alimentos, agua, energía, el medio ambiente como tal, cultura y educación, salud... ¿Quién y cómo decidirá sobre esas prioridades si no pueden quedar libradas al mercado? Es aquí donde hay que volver a plantear la cuestión del comunismo.