Muere el cineasta Eric Rohmer


Fallece el cineasta Eric Rohmer, que junto a Truffaut o Godard revolucionó el cine moderno. Autor de 'Mi noche con Maud', 'La rodilla de Clara' o 'El rayo verde', fue también un gran crítico y teórico


RAFA VIDELLA
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Cada vez quedan menos: el radical Godard, el olvidado Rivette, el ácido Chabrol... Cincuenta años después de agitar violentamente el cine francés y mundial, la Nouvelle Vague pierde a otro de sus jinetes. Quizá el más elegante, el más discreto, el mayor: Eric Rohmer, muerto a los 89 años.

Sinónimo para muchos de cine intelectual, culto, cine hablado, Rohmer deja una larga lista de películas y un buen puñado de obras maestras. Nacido Maurice Henri Joseph Schérer, cambió su nombre por los de Erich von Stroheim (legendario director del cine mudo) y Sax Rohmer (el escritor de la saga de Fu Manchu). Poco dado a hablar de cosas que no fueran cine, no se conoce con exactitud el lugar ni la fecha concreta de su nacimiento, pero sí que su familia se preocupó de legarle una magnífica educación (su hermano, René, es un prestigioso filósofo galo).

Calma en la revolución

Cultísimo, Rohmer dio clases de literatura en la universidad y escribió varias novelas, ahora ignotas y firmadas con el seudónimo de Gilbert Cordier. Pero su pasión por el cine y las sesiones en cineclubes cimentaron su amistad con Truffaut y el resto de los chicos salvajes de la Nueva Ola. Su sosiego y frialdad para el análisis no eran incompatibles con las ínfulas revolucionarias de sus compañeros, por lo que pronto fue también acogido bajo el ala de André Bazin y reclutado en Cahiers de Cinema.

Su talento y criterio no pasaron desapercibidos, y fue nombrado redactor jefe de la legendaria revista de la portada amarilla. Durante siete años, Rohmer no sólo fue responsable editorial de los Cahiers, sino que escribió imprescindibles ensayos teóricos sobre cine y reclamó con vehemencia la atención que merecían Howard Hawks, Sam Fuller o incluso Alfred Hitchcock, hasta entonces despreciados por la crítica.

Pero, más que la teoría, fue la práctica la que hizo grande al francés. Lastrado en sus primeros cortos por una excesiva literalidad y algún que otro convencionalismo, quizá herencia de su carácter conservador y católico, su debut en el largometraje El signo de Leo (1959) pasó desapercibido pese a su calidad. En 1962, el cineasta empezó a triunfar con sus Cuentos morales, seis mediometrajes y largometrajes en los que, con finísimo humor, refleja la inmadurez masculina y adelanta varias de las constantes de su obra, como esa facilidad tan humana de convencerse uno de algo para, en el acto, hacer justamente lo contrario.

La fresca tercera edad

Los Cuentos morales, en los que la elegante dirección de Rohmer es subrayada, en cuatro ocasiones, por la fotografía del español Néstor Almendros, dejaron las magníficas La coleccionista (1967), Mi noche con Maud (1969), La rodilla de Clara (1970) o El amor después del mediodía (1972). Ya consagrado, su siguiente ciclo, Comedias y proverbios, terminó resultando aún más fresco, juvenil, ameno.

Porque, más allá de tópicos, si algo caracterizó al Rohmer cineasta fue su capacidad para hacer un cine cada vez más cercano y fiel a su propósito de reflejar la belleza del mundo. Las vivaces y dubitativas protagonistas de las Comedias y proverbios, esas deliciosas chicas de La buena boda (1982), Las noches de la luna llena (1984) o El rayo verde (1986), nos dicen tanto del carácter femenino como la mejor conversación con cualquiera de nuestras mejores y más tiernas amigas.

Capaz de rodar a lo largo de seis décadas, los años no sólo no debilitaron a Rohmer, sino que le hicieron cada vez más productivo. Otro ciclo, el de los Cuentos de las cuatro estaciones, ofrece cuatro magistrales lecciones de cine en las que condensa todas las virtudes de su obra. Después, ya cercana la muerte, historias clásicas que le acercaron al cine del futuro: la experiencia digital en La inglesa y el duque (2001), o el fantástico y enloquecido mundo de Los amores de Astrea y Celadón (2007), su última película y estertor de despedida de un autor clásico, formal y cada vez más moderno.