Revive el Rimbaud canario


La novela 'El don de Vorace' recupera al poeta Félix Francisco Casanova, fallecido en 1976 en Tenerife a los 19 años y en extrañas circunstancias


ELSA FERNÁNDEZ-SANTOS
El País




Félix Francisco Casanova escribió El don de Vorace en 44 días. Era el verano de 1974 y tenía 17 años. Un vómito literario que, en estado de gracia -y casi de trance-, relataba la infernal espiral de Bernardo Vorace, un hombre en caída libre tras creerse inmortal después de varios intentos frustrados de suicidio. El libro, que ahora rescata la editorial Demipage (que también editará el diario del precoz escritor), se convirtió pronto en un texto de culto que escondía las claves del enrabietado talento de un joven que pasaba los días escribiendo, escuchando a Soft Machine y a John Coltrane y que a los 19 años murió en extrañas circunstancias. Un accidental escape de gas mientras se duchaba, según la familia; un suicidio, según el resto. La prematura muerte de Casanova aumentó el eco de su leyenda para fijar su imagen de ángel maldito.

Casanova había nacido en la isla de La Palma en 1956, hijo de un dentista y poeta postista, Félix Casanova de Ayala, y de una de esas pasmosas bellezas locales de ojos verdes. La madre era conocida por la mirada (seña de identidad que heredó su hijo) y por sus largas sesiones al piano en la casa familiar, a la que siempre se acercaban curiosos para escucharla. Félix Francisco era un chico fuera de lo común, pero a nadie le sorprendía: su padre solía pasear con un calcetín en la solapa en lugar de un pañuelo. Casanova escribía poesía desde niño, pero sobre todo escuchaba música sin parar. Le obsesionaba y gastaba todo el dinero que ganaba en concursos literarios en comprar discos. Con su hermano pequeño, Bernardo, dibujaba cubiertas especiales para los discos que se inventaban, con sus amigos tocaba en el grupo OVNO (mierda, en checo) y con su padre escribía versos mano a mano. De ambos nació el poemario Cuello de botella, editado en 1976 y recogido en la poesía completa del joven escritor que en 1990 editó Hiperión bajo el título La memoria olvidada.

"Era distinto a todos. Atento, estudioso y tímido", recuerda su profesora de literatura en La Palma, Maribel Arrocha Lugo. "Cada día llegaba a clase con un cuento o con un poema que no se parecía a ningún otro". Ya entonces sus imágenes poéticas "no tenían nada de Disney", matiza la maestra.

Casanova solía enviar comentarios musicales a la revista Disco Express. Allí le descubrieron algunos miembros del grupo CLOC, surrealistas del País Vasco que encontraron en el canario un inesperado referente. "Yo era un joven melenudo como él que hacía crítica musical en Disco Express", recuerda el poeta Francisco Javier Irazoki. "Sus comentarios musicales y sus poemas eran deslumbrantes y muy pronto me llamaron la atención. Cuando nos enteramos de su muerte, el 14 de enero de 1976, me puse a investigar. Fue entonces cuando dimos con su padre, que nos envió El don de Vorace, una novela llena de registros, extraña, siempre al límite y con un final tan abierto como asombroso". Fernando Aramburu (para quien la precocidad poética de Casanova le convierte en "nuestro" particular Rimbau), reivindica a un escritor singular, "maestro del misterio, hondo y liviano al mismo tiempo, inexplicable dentro de la tradición a la que estamos acostumbrados". "Si hay algo que todavía asombra en él", añade, "es el hecho de que un joven de 17 años escriba poemas sin incurrir en la imitación de la poesía". El cantautor vasco Jabier Muguruza utilizó el poema A veces para una de sus canciones: "A veces, cuando la noche me aprisiona, suelo sentarme frente a una cabina telefónica / y contemplo las bocas que hablan / para lejanos oídos. / Y cuando el hielo de la soledad / me ha desvenado, los barrenderos moros / canturrean tristemente / y las estrellas ocupan su lugar, yo acaricio el teléfono / y le susurro sin usar monedas".

Lo cierto es que el joven poeta, incómodo en los círculos literarios que tanto le aplaudían, renegó pronto de sí mismo y de su obra. En diciembre de 1973, recién cumplidos los 17 años, le conceden el Premio Julio Tovar (el más importante de poesía convocado en las islas) por El invernadero, editado en mayo de 1974. Rechaza toda su obra anterior, ya sea inédita o publicada en los periódicos. De esa limpieza, Casanova salvaba sólo el libro escrito en colaboración con su padre. Fallecido pocos años después que su hijo, escribió: "Te recuerdo escribiendo ese prólogo que ahora me sobrecoge y entonces no entendía. Tú, el único poeta al que yo no podía envidiar, aunque me era envidiable, me has dado la respuesta, a tu modo, sobre la marcha, alegremente. Sí, ¡ojalá sean éstos, poemas para la reencarnación!".

Suicida o no, la muerte (o ese terrible reverso adolescente que es la firme creencia en su imposibilidad) obsesionaba al poeta. Su alegría y vitalidad chocan con su desenlace. Su hermano Bernardo descarta el suicido, aunque reconoce detalles "extraños" en todo lo que rodea su final. Murió en la ducha y el agua le obsesionaba: "siempre tenía sueños terribles relacionados con el agua". Escribió El último poema ("mi favorito", afirma Bernardo) dedicado a su novia. Y además, de alguna manera, se despidió: "Me pidió que nunca dejara de comprar discos. Era un coleccionista nato, y me dijo que siguiera comprando siempre por él. Recuerdo que escuchar aquello me asustó". Bernardo, hoy profesor de fotografía en Tenerife, tenía entonces 16 años y todavía arrastraba la pérdida, tres años antes, de su madre, que entró en un coma irreversible tras una extraña enfermedad que la consumió. "De alguna manera nunca me he recuperado. Mi hermano era como nuestra madre, lograba que todo girara a su alrededor, como esas luces brillantes siempre rodeadas de bichos, y lo cierto es que no he vuelto a conectar igual con nadie. Quizá suene raro, pero nunca se tomó en serio y por eso a veces ofendía su actitud. Para nosotros la poesía y la música eran un juego". Un juego en manos de niño que inventó un mundo aparte -"mezcla de Peter Pan y Alicia en el país de las maravillas", apunta la poeta Elsa López- en el que las pesadillas y los sueños tenían pies y cabeza, "algo así como en la vida", escribió él.