Julian Barnes conjura su miedo a la muerte en ‘Nada que temer’


El libro se publicó unos meses antes del fallecimiento de la esposa del autor. El miembro del ‘dream team’ se interroga sobre Dios y la posteridad



ELENA HEVIA
El Periódico de Catalunya




Es raro que el novelista británico Julian Barnes no acuda a la presentación de uno de sus libros en Barcelona. En esta ocasión, su ausencia en la de Nada que temer (Anagrama / Angle) es la feroz consecuencia de uno de sus temores más cervales, el miedo a la muerte, que es precisamente el gran tema del libro. Siete meses después de aparecer este en las librerías británicas en marzo de 2008 fallecía, de un tumor cerebral fulminante, su esposa, la agente literaria Pat Kavanagh. Y su desaparación ilumina de forma dramática un libro que se plantea como una reflexión a muchos niveles sobre el tema. Barnes no ha venido a Barcelona porque sigue de duelo.

El Julian Barnes que escribe este libro –entre el 2005 y el 2007– se autorretrata en una necrológica ficticia que quiso ser humorística pero que se ahora se lee con dolor: «Ayer murió un londinense de más de 62 años. Durante la mayor parte de su vida gozó de buena salud y no había pasado una sola noche en un hospital hasta la enfermedad definitiva... Escribió libros y después murió. Era feliz en compañía de sí mismo siempre que supiera cuándo terminaría esta soledad. Amaba a su esposa y temía a la muerte». Es una de las pocas alusiones conyugales que pueden rastrearse en el libro.

El temor a la muerte es una de las constantes en la obra de uno de los miembros más destacados del dream team británico junto a Martin Amis y Ian McEwan. Fue el motor de sus novelas Mirando al sol y del libro de relatos La mesa limón, pero solo ahora, este libro a medias memoir, a medias autobiografía familiar, aborda el tema desde todas sus perspectivas con una gran generosidad y un británico distanciamiento. Lo primero que hace Barnes es posicionarse. «No creo en Dios pero le echo de menos», afirma en el libro al tiempo que anuncia que jamás ha tenido la menor educación religiosa. «Yo no tenía una fe que perder», explica. A diferencia del ateísmo furibundo de Bertrand Rusell, Barnes se instala en la duda sistemática, intentando huir del elitismo que, según Robespierre, arrastran los que niegan a Dios. «Probablemente soy ateo, pero tengo una gran preocupación por los dogmas. Así que no soy lo suficientemente inteligente como para asegurar que Dios no existe», afirmó en una entrevista que concedió a The Oxonian Review, una revista académica de Oxford. Y añadió con generosidad. «Si eres escritor tu trabajo es entender a los demás seres humanos».

LOS GÉNEROS

El libro es un cóctel en el que se mezclan con ligereza los recuerdos familiares –en especial cómo encararon sus padres el adiós definitivo–, el retrato de su excéntrico hermano, un profesor de filosofía que ¡viste ropa del siglo XVIII!, la introspección infantil y las conversaciones con los amigos mezcladas con citas y anécdotas de sus queridos escritores franceses, de músicos rusos y de tristes poetas británicos. El autor traiciona en cierta medida a su admirado Flaubert y se identifica aquí mucho más con Renard, un autor con un sentimiento algo más trascendente de la vida, capaz de decir cosas de este calibre: «No sé si existe Dios, pero sería mejor para su reputación que no existiera». «Dios no cree en nuestro Dios». O «Sí, Dios existe pero no sabe más sobre Él que nosotros».

LA CÓLERA DEL ATEO

¿Tiene Dios sentido del humor? Barnes, no llega, por supuesto, a ninguna conclusión pero evoca una conversación entre dos inteligentes antagonistas, el escritor yidish Isaac Bashevis Singer y el crítico Edmund Wilson, que apunta a lo mucho que valdría la pena contemplar la cólera del ateo resucitado en el caso de que Dios existiera: «Singer le dijo a Wilson que él creía en alguna clase de supervivencia después de la muerte. Wilson le dijo que por lo que a él respectaba no quería sobrevivir, no, muchas gracias. Singer contestó: ‘Si está prevista la supervivencia no tendrás alternativa’».

En el ameno remolino del libro se convocan también las últimas palabras: «Tengo que entrar, se está levantando la niebla», dijo Hegel. Los epitafios. Las formas de morir; ahí está la belle morte a la que aspiraba Zola, la muerte en el acto –«Como si a un insecto lo aplastara un dedo gigantesco»– que él no pudo lograr. Y la ironía suprema de la muerte, sobre la que puedes escribir mientras ella tiene otros planes para ti.