El verdadero coste de la comida barata

TIMOTHY A. WHISE
Resurgence (Traducido para Rebelión por Andrés Prado)




La comida barata causa hambre.

De entrada, esta afirmación carece de sentido. Si la comida es más barata, es más asequible y más gente debería ser capaz de disfrutar de una dieta adecuada. Eso es cierto para los que compran comida, como por ejemplo los que viven en la ciudad. Pero es bastante obvio que no es así si eres uno de los que la cultivan. Obtienes menos por tus cosechas, menos por tu trabajo, menos para que tu familia siga adelante. Esto es igual de cierto tanto para los granjeros de Vermont que trabajan en el sector lácteo como para los agricultores de arroz en Filipinas. Hoy, los granjeros del sector lácteo obtienen unos precios por su leche que están muy por debajo de los costes de producción. Llevan menos comida a su propia mesa. Y están cerrando sus negocios a un ritmo alarmante. Cuando la polvareda económica se pose, nos dejará con menos granjas familiares que produzcan los productos lácteos, de los que la mayoría de nosotros dependemos.

Ésta es la contradicción básica de la comida barata. Los bajos precios de los productos agrícolas son la causa, a corto plazo, del hambre entre los granjeros y agricultores. Y son la causa también de la inseguridad alimentaria a largo plazo, ya que reducen el número de granjeros y agricultores y la cantidad de dinero que invierten en producir más comida.

Se estima que un 70% de los pobres del mundo vive en áreas rurales y depende directa o indirectamente de la agricultura. La comida barata los ha dejado hambrientos y los ha mantenido en la pobreza. Incluso ha matado de hambre a la población rural de los países en desarrollo muy necesitados de inversión agrícola. Los agricultores no tienen nada que invertir si pierden dinero con sus cosechas.

Es más, la crisis alimentaria ha servido de señal de alarma para los gobiernos y las agencias internacionales que son responsables de estos asuntos. Entre los que más se han visto espabilados de su letargo político se encuentran los funcionarios del Banco Mundial, que redujeron la cuota de gastos para el desarrollo agrícola de un 30% en 1980 a un 6% en 2006. Pero, oh sorpresa, el Informe sobre el Desarrollo en el Mundo del Banco Mundial en 2008 llevaba el subtítulo de Agricultura para el Desarrollo. Era la primera vez en veinticinco años que el Banco había centrado la atención de su boletín en la agricultura. La renovada atención fue bienvenida pues incluía también un llamamiento al retorno a la inversión en los pequeños agricultores y no sólo en los cultivos destinados a la exportación a gran escala.

El BM, por supuesto, evitó estudiadamente aceptar ninguna responsabilidad por haber promovido esas mismas políticas que causaron la situación de abandono de la agricultura en primer lugar: no sólo los recortes en la ayuda y la inversión sino también los Programas de Ajuste Estructural, impuestos como condiciones a sus préstamos, los cuales reventaron la capacidad de la mayoría de los gobiernos para sostener la agricultura local.

Estos mismos Planes de Ajuste Estructural fueron parte de una campaña para sacar fuera de la economía a todos los gobiernos a la vez. El argumento era que se debía permitir que el mercado obrara su magia, que distribuyera los recursos más eficientemente, que estableciera los precios sin distorsiones gubernamentales. La política comercial necesitaba reducir también el papel del Estado mediante la reducción de los aranceles y las cuotas de protección y apoyo a los precios, de acuerdo con la teoría de la ventaja comparativa. (1)

En agricultura lo que eso significaba para los países en desarrollo era que si no podías producir grano base tan eficientemente ­ ─léase “tan barato”─ como podían en los EE.UU., Australia o Brasil, entonces no debías producir grano base. Resultaría más barato ─"más eficiente”─ comprarlo en el mercado internacional. En su lugar, quizá deberías producir, por ejemplo, flores para su exportación o fresas de invierno para el mercado estadounidense. Pero quizá no deberías producir nada porque tu tierra es de mala calidad y tampoco tienes carreteras por las que transportar tus productos al puerto más cercano. Así que quizá no haya nada que el mercado quiera de ti. Y tampoco necesita ya el grano cultivado en tu parcela porque ya se está importando de otra parte.

Así es realmente como funciona la teoría. La idea es que un país puede importar toda la comida que necesite, y debería hacerlo así si puede conseguirla fuera más barata de lo que la conseguiría haciendo que sus propios agricultores la cultiven. Un problema obvio de esta visión es que si los agricultores dejan de cultivar comida, sus familias no tendrán nada que comer, y si no pueden conseguir un trabajo, no tendrán dinero para comprar comida.

El segundo problema derivado de esta visión es que un país puede caer en una dependencia alimentaria, que resulta particularmente problemática cuando los precios despuntan y los suministros escasean. Eso es lo que recientemente hemos presenciado en lo que se ha venido a llamar la crisis alimentaria. Países como Filipinas no podían proveerse del arroz que necesitaban. Habían dejado de producir lo suficiente para protegerse de un shock del mercado tal, y no podían encontrar a nadie que se lo vendiera porque los gobiernos estaban preocupados en alimentar primero a su propia gente.

Esto puso en evidencia los peligros de seguir políticas que recomiendan abastecerse en el mercado internacional de toda la comida barata que se necesite. Muchos países han tomado nota de ello. Filipinas se encuentra ahora desarrollando una campaña nacional, que puede durar años, para restablecer la autosuficiencia en la producción de arroz.

Un país donde el gobierno parece mantener su dirección ideológica firme y en su sitio, es México. Allí, en el lugar en el que nació el maíz, donde las cosechas han sido reconducidas hasta convertirse en uno de los mayores cultivos del mundo, se produjeron disturbios en las calles debido a los precios de las tortillas, ya que la gente no podía acceder a esta materia prima básica. Durante los quince años desde que entrara en vigor el Acuerdo de Libre Comercio en Norte América (NAFTA en sus siglas en inglés), el maíz estadounidense ha inundado México a precios que están a la mitad de lo que cuesta producirlo en el país. México depende ahora de las importaciones desde los EE.UU. pues éstas representan más de la tercera parte del maíz que necesitan. Más de dos millones de agricultores hambrientos han abandonado su ocupación ante la riada de comida barata.

La crisis alimentaria ilustra también lo que algunos han denominado la globalización de los fallos del mercado. La globalización implica abrir los mercados y poner en competición directa cosas que son producidas en diferentes partes del mundo. La asunción ─y la integridad de las teorías económicas gira en torno a tales asunciones─ es que esos mercados funcionan, que los precios reflejan la realidad del valor de lo que se comercia. En agricultura se asume que eficiencia es igual a alta productividad, lo que significa bajo precio, lo cual refleja el valor real de lo que se produce. Cuando no sucede así, los economistas lo llaman fallos del mercado. La agricultura está plagada de fallos del mercado. Se puede ver en el comercio de maíz entre México y los EE.UU.

Los costes medioambientales son una de las zonas clave donde el mercado falla a la hora de evaluar adecuadamente tanto costes como beneficios. Los EE.UU. están especializados en los costes medioambientales. El maíz es uno de los cultivos más contaminantes de todos los que existen en EE.UU. Uso excesivo de agua y productos químicos, vertido o filtrado de fertilizantes en la tuberías de suministro de agua, la zona muerta en la desembocadura del río Misisipi en el Golfo de México: todos estos son ejemplos de altos costes medioambientales derivados de la producción del maíz estadounidense. Productores y distribuidores no pagan prácticamente ninguno de los costes de esos daños, y el precio del maíz, cuando cruza la frontera con México, no refleja estos costes medioambientales.

¿Qué sucede en el lado mexicano? Los pequeños productores mantienen una gran biodiversidad ─tanto salvaje como en variedades de maíz─ con unos sistemas que requieren pocos insumos. Estas positivas contribuciones no obtienen recompensa alguna del mercado. La biodiversidad no tiene prácticamente valor para el mercado global aunque estas semillas de maíz son la piedra base para futuras variedades de maíz: las que necesitaremos para resistir al cambio climático, solucionar la resistencia a los pesticidas, etc. El precio del maíz mexicano no refleja estas contribuciones al bien común.

Cuando se globaliza el comercio, se globalizan también los fallos del mercado. Pones en competencia directa al maíz estadounidense, con un precio inferior al real, con el maíz mexicano devaluado. El maíz mexicano pierde en esa competición, pero no porque sea menos “eficiente”. Un agricultor mexicano dijo una vez: “En México hemos producido maíz durante 8.000 años. Si no tenemos una ventaja comparativa en la producción de maíz, ¿dónde la tenemos?” Y tiene razón. El problema es que la ventaja comparativa, tal y como la define el mercado global, no valora la ventaja que el maíz mexicano ofrece. Y en un mercado desregulado lo único que vale es lo barato que es algo.

La globalización de los fallos del mercado nos da como resultado una degradación del entorno, un incremento de la pobreza entre los productores de comida y de la dependencia alimentaria, y hambre. Por eso uno de los principales culpables de la crisis alimentaria es nuestra ciega búsqueda de comida barata.

La globalización lo abarata todo. El problema radica en que simplemente no se deberían abaratar ciertas cosas. El mercado es muy bueno estableciendo el valor de muchas cosas pero no es un buen sustituto de los valores humanos. Las sociedades necesitan determinar sus propios valores humanos, no dejar que el mercado lo haga en su lugar. Existen algunas cosas esenciales, como nuestra tierra y los alimentos que puede producir de manera biológicamente sostenible, que no se deberían abaratar.