Las consecuencias de la Transición inmodélica: el Tribunal Supremo

VICENÇ NAVARRO
El Plural




Cuando volví del exilio, recuerdo haber tenido conversaciones con amigos que jugaron un papel clave en la transición de la dictadura a la democracia (por lo que millones de españoles debiéramos estarles agradecidos), en las que teníamos una visión distinta de lo que fue la transición. Pues, mientras ellos consideraban aquella transición como modélica, yo discrepaba y la definía como inmodélica, pues había resultado en una democracia muy incompleta que ha dado lugar a un estado del bienestar muy insuficiente. Un indicador de esto último es que, todavía hoy, el gasto público social por habitante en nuestro país está a la cola de la Unión Europea. La clave de mi diagnóstico es que, y me parece obvio, la transición se hizo en términos muy favorables a las derechas, permitiendo un enorme dominio de las fuerzas conservadoras en el aparato del Estado, desde el Ejército a la Judicatura. Y fuera del Estado, la banca y el mundo empresarial continuaron teniendo una excesiva influencia en las culturas políticas y mediáticas del país.
Un indicador de tal poder de las fuerzas conservadoras se mostraba, y continúa mostrándose, en la manera como se define aquella dictadura a la que se llama franquista en España, cuando el término científico más apropiado es el de una dictadura fascista. Ésta reunió todas las características de los regímenes fascistas, incluyendo un nacionalismo exacerbado, basado en un concepto de pertenencia a la raza hispana, que justificaba la conquista de otros países y naciones por una supuesta superioridad, atribuyéndose una función histórica marcada por un destino, imponiendo una ideología totalizante que invadía todas las esferas del ser humano –el nacional catolicismo-, promovida en la sociedad por un control absoluto de todos los sistemas de producción y distribución de valores dirigidos por un partido fascista (la Falange) y por un movimiento (el Movimiento Nacional), liderado por un Caudillo al que se presentaba dotado de virtudes sobrehumanas, imponiendo políticas de clase, en contra de la clase trabajadora, la mayor víctima de aquel régimen.

El cambio del término fascismo a franquismo respondió a un proyecto político conservador exitoso, que consistía en presentar aquel régimen como un sistema meramente autoritario, dirigido por el General Franco y un grupo minoritario, de manera que una vez desaparecido el General y sus aliados inmediatos, el estado se convirtió fácilmente en un estado democrático. De ahí a reciclar nuestra historia y concluir, tal como dice uno de los escritores más visibles mediáticamente en España, el Sr. Arturo Pérez Reverte, que no hubo ni buenos ni malos en nuestro pasado, sólo hay un paso. Este relativismo moral, tan presente en la cultura promovida por el establishment, traduce una enorme insensibilidad democrática. ¿Se imaginan a Günter Grass diciendo que en la Alemania nazi no hubo ni buenos ni malos?

Tal interpretación de nuestro pasado es profundamente errónea, pues oculta varios hechos. Uno es que aquel régimen no fue una dictadura de unas camarillas, sino de una clase, la burguesía, así como pequeña burguesía y sectores de las clases medias que, en su inmensa mayoría apoyó la dictadura, y bajo cuya enorme influencia continúa un estado, la cúspide funcionarial del cual está, en gran parte, ocupada por individuos que juraron lealtad a aquel régimen fascista. El caso del Tribunal Supremo es un ejemplo de ello. Y grandes sectores de la judicatura jugaron un papel clave en la represión de aquel estado. Indicar que gran número de miembros que juraron tal lealtad no tenían otra alternativa, es negar que miles y miles de exiliados no quisieron realizar aquel juramento, pagando un coste personal elevado, permaneciendo en el exilio. El hecho es que, bien por convicción, bien por oportunismo, se identificaron y aceptaron aquel régimen, que les permitió poder alcanzar las cotas de responsabilidad y poder negadas a otros que no quisieron, por mera coherencia democrática, aceptar aquel régimen.

Ahora bien, la juventud de este país (a la que se le ha negado su historia) debiera conocer que su situación es excepcional en Europa pues, cuando se estableció la democracia, tales funcionarios del Estado fascista no tuvieron que explicarse y justificar su comportamiento, tal como tuvieron que hacer colaboracionistas con regímenes nazis o fascistas parecidos en Europa. De nuevo, el Pacto del Silencio (que lo hubo), sobre el cual se basó la transición, hace que la juventud no conozca que en Alemania, por ejemplo, aquellos jueces que habían firmado lealtad al movimiento nazi tuvieron que pasar el proceso de desnazificación, mostrando que su comportamiento judicial no había beneficiado a aquel régimen, llevando siempre una señal de advertencia, que no podía desaparecer por un nuevo juramento a la Constitución. Un juramento no borra un pasado.

De ahí que la juventud en este país no conoce que sería impensable hoy, en Europa, que un Tribunal Supremo permitiera al partido fascista (que está prohibido en Alemania) que denunciara a un juez por haber analizado las atrocidades cometidas por el régimen nazi, llevándolo a los tribunales. Esta situación es totalmente impensable hoy en una Europa democrática. Y todavía más impensable es que a los miembros que juraron lealtad al régimen fascista se les permitiera decidir sobre tal caso. Es un hecho bochornoso que debería cubrir de vergüenza a la Corte Suprema y a España.

Es obvio que los miembros de la Corte Suprema no sienten tal vergüenza, pues incluso se sienten ofendidos y maltratados frente al creciente rechazo nacional e internacional de su comportamiento. Esta falta de vergüenza es un indicador más de su escasa sensibilidad democrática, que debiera ofender a cualquier persona con mínimos sentimientos democráticos. Refugiarse en meros legalismos para explicar el caso Garzón, o interpretarlo como meros conflictos interpersonales es diluir la responsabilidad histórica de lo que está pasando en nuestro país. Es más, su comportamiento está deslegitimando rápidamente a aquel Tribunal, que está alcanzando el mismo nivel de desprestigio que ya alcanzó el Tribunal Constitucional. No son los críticos, sino ellos mismos, los que están desacreditando a tal tribunal. Todo el estado debe estar al servicio de la población española, la mayoría de la cual pertenece a las clases populares. Su poder deriva de ellas y es injusto que unos jueces que se aprovecharon en su proyecto personal de la existencia de aquella horrible dictadura ahora sean más sensibles a las demandas de sus herederos que a la peticiones de sus víctimas, que atendió el juez Garzón.¿Hasta cuándo continuará esta situación?