FERNANDO CASTRO FLÓREZ
ABC
Uno a uno, con dificultad, una serie de sujetos caminan por encima de moldes para encofrado hasta la maqueta de un edificio en una especie de fábrica destartalada. Allí miran de frente, podría decirse que «posan» y desaparecen en un fundido cinematográfico. Retratos de sin techo, alquilados e hipotecados es una sedimentación más de la preocupación política de Chen Chieh-jen, que ha sabido mostrar, desde su tremendo vídeo Lingchi (2001), hasta Tribunal militar y prisión (presentado en el ciclo Producciones del MNCARS este mismo año), la relación entre fotografía, sufrimiento colectivo e impotencia social. En un texto reciente se preguntaba cómo se pueden dar a conocer y reflejar las voces «discrepantes» que existen hoy entre las razas, las sociedades y las distintas clases.
Chen Chieh-jen está convencido de que en Taiwán se aplicaron las técnicas de la «neurocirugía» para anular el pensamiento crítico y mantener sometida a la población. Incluso con el disfraz neoliberal, continua la Ley Marcial. El artista, sumamente riguroso, compone un obsesivo autorretrato de la sociedad amordazada que, al mismo tiempo, asiste estupefacta a los rituales «conmemorativos». Y toca un tema que es tan agudo en su país como en el nuestro o en el resto del planeta: la dificultad para conseguir una vivienda o poder pagarla. Tal vez hemos perdido la posibilidad hasta de escandalizarnos cuando los Estados acuden a «salvar» a los bancos y a las instituciones que son uno de los agentes de la miseria abismal en la que nos precipitamos. La sobria escenificación de los individuos encaminándose hacia la «promesa de felicidad» que supone un bloque de viviendas está llena de amargura. Los rostros desolados y los restos acumulados en torno a la «construcción» revelan que no hay aquí ninguna esperanza mesiánica.
Delito individual. «Considerada la naturaleza del juego actual -apunta Zygmunt Bauman en Trabajo, consumismo y nuevos pobres-, la miseria de los excluidos -que en otro tiempo fue considerada una desgracia provocada colectivamente y que, por lo tanto, debía ser solucionada por medios colectivos- sólo puede ser redefinida como un delito individual». Los pobres no son únicamente los marginados de la sociedad de consumo; más bien son los enemigos declarados de la sociedad.
En la lógica de la exclusión es determinante la figura del pobre como aquél que no puede ajustarse a la norma, sujetos frente a los que la sociedad reacciona con una mezcla de temor y repulsión pero también con misericordia y compasión. Nos complace pensar que la pobreza es un «destino» o una determinada relación (o falta de ella) con los bienes, cuando es un estatuto social. Necesitamos volver a los excluidos, literalmente invisibles, mantenerlos permanentemente fuera de lugar, ajenos a nuestro efecto de club. Al mismo tiempo, los medios «se acercan» constantemente a la miseria, aunque, como señaló Walter Benjamin, hay en esa práctica «fotográfica» un afán por convertir en objeto de consumo el dolor ajeno y la desigualdad.
Los medios arrojan carnaza a la mala conciencia occidental, buscando conmover ante espectáculos de dolor que incluso llegan a calificarse como «inexplicables» o inhumanos, cuando pertenecen a nociones antagónicas a las manejadas. Pierre Bordieu señaló que la fotografía misma no es más que la reproducción de la imagen que fabrica un grupo de su propia integración, y, por tanto, podríamos señalar que las de la pobreza muestran lo que está desintegrado, aquello que sólo puede reaparecer en una «liturgia visual» que es propiamente un escamoteo. Acaso los sin techo sean parte del encofrado sobre el que caminan precariamente en el vídeo de Chen Chieh-jen, esto es, su (in)existencia es el límite que mantiene los deseos y los miedos del domicilio.
Podríamos aceptar, con Kracauer, que la planetarización de los medios de comunicación y la conversión de la mirada en «dispositivo fotográfico» abrieron una tendencia a la destrucción de los procesos cognitivos y mnemónicos. Y, sin embargo, nosotros estamos fascinados por lo tipológico, entregados gozosamente al mal de archivo. Los homeless son sujetos que han quedado fuera de ese archivo que ofrece legitimidad; su precaria existencia está sometida a la ficha y a la pérdida: a lo penal y a lo psiquiátrico. Chen Chieh-jen, que se crió frente a una prisión militar en Taiwán, no ceja en su empeño de intentar comprender o retratar el poder político y mediático que «conserva el orden social».
Esclavos y alienados. Chen Chieh-jen hace visible el esclavismo y la alienación de la economía global. Sus «actores» saben lo que están haciendo porque no son otra cosa que gente que apenas puede pagar el miserable espacio en el que viven e, incluso, uno de ellos carece de techo. En realidad, ya nada puede cubrirnos. Acaso lo que vemos retratado en el video de Chen sea la multiplicidad e indiferenciación del Homo Sacer. La vida está expuesta a una violencia sin precedentes, incluso cuando lo que hipnotiza al común sea lo descaradamente banal. El estado mental contemporáneo es catatónico; ha bastado con encementar la tierra hasta sus confines, con vender el sueño sórdido de la vida adosada, con hipotecar toda esperanza. Ahora algunos se rasgan las vestiduras, pero sabían de sobra que el sistema (una basura) no tenía ningún crédito.
Chen Chieh-jen está convencido de que en Taiwán se aplicaron las técnicas de la «neurocirugía» para anular el pensamiento crítico y mantener sometida a la población. Incluso con el disfraz neoliberal, continua la Ley Marcial. El artista, sumamente riguroso, compone un obsesivo autorretrato de la sociedad amordazada que, al mismo tiempo, asiste estupefacta a los rituales «conmemorativos». Y toca un tema que es tan agudo en su país como en el nuestro o en el resto del planeta: la dificultad para conseguir una vivienda o poder pagarla. Tal vez hemos perdido la posibilidad hasta de escandalizarnos cuando los Estados acuden a «salvar» a los bancos y a las instituciones que son uno de los agentes de la miseria abismal en la que nos precipitamos. La sobria escenificación de los individuos encaminándose hacia la «promesa de felicidad» que supone un bloque de viviendas está llena de amargura. Los rostros desolados y los restos acumulados en torno a la «construcción» revelan que no hay aquí ninguna esperanza mesiánica.
Delito individual. «Considerada la naturaleza del juego actual -apunta Zygmunt Bauman en Trabajo, consumismo y nuevos pobres-, la miseria de los excluidos -que en otro tiempo fue considerada una desgracia provocada colectivamente y que, por lo tanto, debía ser solucionada por medios colectivos- sólo puede ser redefinida como un delito individual». Los pobres no son únicamente los marginados de la sociedad de consumo; más bien son los enemigos declarados de la sociedad.
En la lógica de la exclusión es determinante la figura del pobre como aquél que no puede ajustarse a la norma, sujetos frente a los que la sociedad reacciona con una mezcla de temor y repulsión pero también con misericordia y compasión. Nos complace pensar que la pobreza es un «destino» o una determinada relación (o falta de ella) con los bienes, cuando es un estatuto social. Necesitamos volver a los excluidos, literalmente invisibles, mantenerlos permanentemente fuera de lugar, ajenos a nuestro efecto de club. Al mismo tiempo, los medios «se acercan» constantemente a la miseria, aunque, como señaló Walter Benjamin, hay en esa práctica «fotográfica» un afán por convertir en objeto de consumo el dolor ajeno y la desigualdad.
Los medios arrojan carnaza a la mala conciencia occidental, buscando conmover ante espectáculos de dolor que incluso llegan a calificarse como «inexplicables» o inhumanos, cuando pertenecen a nociones antagónicas a las manejadas. Pierre Bordieu señaló que la fotografía misma no es más que la reproducción de la imagen que fabrica un grupo de su propia integración, y, por tanto, podríamos señalar que las de la pobreza muestran lo que está desintegrado, aquello que sólo puede reaparecer en una «liturgia visual» que es propiamente un escamoteo. Acaso los sin techo sean parte del encofrado sobre el que caminan precariamente en el vídeo de Chen Chieh-jen, esto es, su (in)existencia es el límite que mantiene los deseos y los miedos del domicilio.
Podríamos aceptar, con Kracauer, que la planetarización de los medios de comunicación y la conversión de la mirada en «dispositivo fotográfico» abrieron una tendencia a la destrucción de los procesos cognitivos y mnemónicos. Y, sin embargo, nosotros estamos fascinados por lo tipológico, entregados gozosamente al mal de archivo. Los homeless son sujetos que han quedado fuera de ese archivo que ofrece legitimidad; su precaria existencia está sometida a la ficha y a la pérdida: a lo penal y a lo psiquiátrico. Chen Chieh-jen, que se crió frente a una prisión militar en Taiwán, no ceja en su empeño de intentar comprender o retratar el poder político y mediático que «conserva el orden social».
Esclavos y alienados. Chen Chieh-jen hace visible el esclavismo y la alienación de la economía global. Sus «actores» saben lo que están haciendo porque no son otra cosa que gente que apenas puede pagar el miserable espacio en el que viven e, incluso, uno de ellos carece de techo. En realidad, ya nada puede cubrirnos. Acaso lo que vemos retratado en el video de Chen sea la multiplicidad e indiferenciación del Homo Sacer. La vida está expuesta a una violencia sin precedentes, incluso cuando lo que hipnotiza al común sea lo descaradamente banal. El estado mental contemporáneo es catatónico; ha bastado con encementar la tierra hasta sus confines, con vender el sueño sórdido de la vida adosada, con hipotecar toda esperanza. Ahora algunos se rasgan las vestiduras, pero sabían de sobra que el sistema (una basura) no tenía ningún crédito.