Cine con gancho


Entre las doce cuerdas de un ring caben más obras maestras que en un campo de fútbol. 'Million dollar baby' es la culminación de un género tan fructífero que es un placer recordar un buen puñado de antecedentes


FEDERICO MARÍN BELLÓN
ABC



Antes de que el cine aprendiera a hablar, el boxeo ya peleaba por ocupar un lugar importante en aquella industria incipiente, cuyos maestros no dudaron en calzarse los guantes para firmar alguna comedia de altura. Nada menos que Buster Keaton dirigió y protagonizó en 1926 «El último round», sobre un hombre adinerado que envía a una cacería a nuestro héroe, quien acabará como boxeador, para su desgracia y para regocijo del espectador, ya que en el cuadrilátero se suceden algunos de los mejores números del impasible cómico. Una década más tarde, Harold Lloyd también terminaría en calzón corto en «La vía láctea», uno de sus primeros títulos hablados, obra del profesor Leo McCarey. Humilde lechero, el protagonista derriba de chiripa a un campeón de boxeo y es contratado al instante por el promotor Adolphe Menjou. La historia sería recuperada otros diez años después por Norman Z. McLeod, con Danny Kaye al frente del reparto.

Los púgiles cinematográficos se pondrían serios un año más tarde. Estamos en 1947 y Robert Rossen, que todavía no había inmortalizado un terreno deportivo aún más chico en «El buscavidas», nos mete en la piel de un boxeador veterano, John Gardfield, que repasa su vida justo antes de un combate crucial que le han ordenado perder. «Cuerpo y alma» es un descorazonador drama fotografiado en un blanco y negro primoroso, sobre una lona que se extiende más allá de las doce cuerdas. La elección de un actor perseguido en tiempos de la «Caza de Brujas» no fue casual y la utilización del boxeo como metáfora de la vida y de todas las cosas marcará una constante a la que ningún cineasta importante querrá renunciar.

En 1949, Mark Robson dirige la primera de sus dos grandes películas dedicadas al pugilismo, «El ídolo de barro», con guión de Carl Foreman (apellido con gancho donde los haya) escrito a partir de una historia de Ring Lardner, otro perseguido por el paranoico senador McCarthy. En la cinta, Douglas padre debe aprender a pulir su talento y su ira, mientras Robson reflexiona en la sombra sobre la fragilidad de los héroes modernos. En 1956, y por la misma senda tenebrosa, el cineasta dirigió «Más dura será la caída», en la que Humphrey Bogart firmó su testamento cinematográfico en el papel de cínico periodista salpicado por la corrupción de un deporte que a menudo mueve más dinero que ideas. El promotor Nick Benko lo utiliza para vender a su última importación, un pedazo de carne argentina con mandíbula de cristal que acaba por creerse la leyenda que le han etiquetado. Del mismo año data «Marcado por el odio», con un Paul Newman todavía demasiado tenso (y demasiado guapo) en las botas del campeón mundial Rocky Graziano. La siempre deliciosa Pier Angeli será el pañuelo en el que se enjuguen las lágrimas de una carrera tan grandiosa como dramática, contada con sabiduría por Robert Wise.

La aportación española

Sin salir de la década de los cincuenta todavía podemos recordar una incursión española en el género, «El tigre de Chamberí», con José Luis Ozores y Tony Leblanc, quien no en vano llegó a ser campeón de Castilla aficionado en peso ligero. Pedro Luis Ramírez dirigió esta meritoria comedia, infinitamente superior a «El marino de los puños de oro», en la que Rafael Gil aprovechaba la popularidad de Pedro Carrasco; y «Cuadrilátero», donde Eloy de la Iglesia recuperaba la leyenda de José Legrá; por no hablar de «Yo hice a Roque III», en la que Fernando Esteso y Andrés Pajares, en colaboración con los otros Ozores, se reían del público español (y viceversa, en algún caso) cuando el Destape empezaba a cubrirse las vergüenzas. Y todavía dentro de nuestro país, más recientes y ambiciosas son dos películas tan interesantes como «Segundo asalto», de Daniel Cebrián, y «La distancia», de Iñaki Dorronsoro. Cierra este apresurado repaso el espléndido falso documental «Cravan versus Cravan», de Iñaki Lacuesta, que gozaron los contados espectadores que pudieron verlo.

Hay que llegar a 1970 para encontrarnos con «La gran esperanza blanca», título muy manoseado por los periodistas. Martin Ritt adapta una obra teatral que contaba la vida del púgil negro Jack Jefferson (soberbio James Earl Jones) y sus relaciones con su amante blanca. John Huston, boxeador aficionado en su juventud, también dejaría la marca de su pegada con «Fat City», sobre un boxeador acabado (Stacy Keach) y una joven promesa (Jeff Bridges) que malviven a puñetazos. El realizador irlandés, gran fajador, presentaba su cara más pesimista.

Pero los setenta, mal que les pese a algunos, es la década de «Rocky», premiadísima película con la que Stallone nos hizo dudar de su inteligencia, para bien. Tras varias secuelas para cerebros sonados, hace poco nos sorprendió con un notable epílogo de la serie, «Rocky Balboa», en el que insistía en las virtudes de la primera entrega, aliñadas con un inteligente, ¡sí!, toque autoparódico.

La década murió con la que para muchos es la mejor película de boxeo jamás filmada, «Toro salvaje» (1980), una de las obras maestras de Martin Scorsese. La vida de Jack LaMotta llega al espectador con una pegada demoledora, reforzada por la sensacional fotografía de Michael Chapman, agarrado al blanco y negro de toda la vida y a la interpretación de Robert De Niro, que se forjó toda una leyenda sólo con su capacidad para jugar con la báscula.

Era cuestión de tiempo que el cine se acordara de Muhammad Ali, primero en el apasionante documental «Cuando éramos reyes» y luego en «Ali», aunque Michael Mann no terminó de coger la distancia justa al mito, interpretado con mucho acierto y más gimnasio por Will Smith. En medio quedan «The boxer», un nuevo ángulo desde el que observar el conflicto irlandés descubierto por Jim Sheridan y su guionista de cabecera, Terry George, con la colaboración de Daniel Day-Lewis. No está de más añadir al «Huracán Carter» cantado por Dylan y dirigido por el estrangulador Norman Jewison, con un Denzel Washington enorme en la piel del campeón estafado y encarcelado. De los «Ojos de serpiente» de Brian de Palma nos quedamos con la eterna secuencia inicial sin un solo corte en las cejas.

Ya en el año 2000, John Irvin supo juntar a Michael Caine y Martin Landau en «Shiner», más centrada en el submundo criminal que en el noble intercambio de golpes. «Cinderella Man» es quizá el último gran ejemplo de un género que se tambalea pero tampoco se deja tumbar. Russell Crowe es Jim Braddock, ejemplo de superación personal en tiempos de crisis y puede que aviso a navegantes. Hay otros títulos, incluido el «Campeón» llorica de Zeffirelli, pero es preferible repescar para este compendio amateur una pequeña galería de películas con boxeador, que no de boxeo, como «El hombre tranquilo» de Ford, «El beso del asesino» del debutante Kubrick, «La ley del silencio» de Kazan, «Pulp Fiction», de Tarantino, y «Cerdos y diamantes», de Ritchie, donde Bradd Pitt, ininteligible boxeador gitano, completa un papel que no se les habría ocurrido ni a los Coen.