Especial novela policiaca

Acorde con los tiempos de crisis y violencia que sufrimos, la novela policiaca está más de moda que nunca, cuantitativa y cualitativamente hablando. La cosecha literaria es abrumadora, al punto que, según los editores, uno de cada cuatro libros que se venden en España es una novela negra. De Poe a Carlos Salem, El Cultural repasa hoy los grandes hitos de un género considerado hasta hace poco menor y que hoy reivindican los autores más destacados. Además, enfrentamos en un cara a cara singular a cuatro grandes damas del misterio: Sue Grafton, Donna Leon, Alicia Giménez Bartlett y Mercedes Castro.


DAVID TORRES
El Mundo


En diciembre de 1841, Edgar Allan Poe (Boston, 1809-Baltimore, 1949) publicó en la revista “Graham's Magazine” Los crímenes de la rue Le Morgue, el relato donde dio carta de ciudadanía a Auguste Dupin, el abuelo de todos los detectives, un tipo elegante, irónico y frío que mediante un impecable análisis deductivo descubrió que los brutales asesinatos habían sido obra de un orangután enloquecido armado con una navaja.

Poe fue el Homero del género policíaco: su detective no sólo era un diletante de monstruosa inteligencia que se burlaba de la policía sino que también contaba, para narrar sus aventuras, con un interlocutor no tan despierto. Arthur Conan Doyle (edimburgo, 1859, Crowborough, Sussex, 1930) elevó la fórmula a su máxima perfección con la invención de Sherlock Holmes y Watson (uno de los binomios míticos de la literatura) y llevó al extremo la arrogancia intelectual del detective revistiéndolo de una lupa, una gorra y una pipa.

Muchos y variopintos han sido los homenajes que, desde los libros, el cine y la televisión, se han hecho al inquilino misántropo y morfinómano de Baker Street 221B (el penúltimo de ellos es médico, adicto a las pastillas y toca el piano en lugar del violín), pero la prole literaria del personaje alcanzó sus momentos más altos en la figura del padre Brown, el inolvidable y bonachón sacerdote ideado por G. K. Chesterton (Londres, 1874-1936), y del pedante y rollizo Hercules Poirot, el detective belga obra de Agatha Christie (Tor-
quay, 1891-1976).

Ambos llevan hasta el paroxismo las situaciones rocambolescas, los misterios imposibles y los razonamientos acrobáticos que desembocan en una solución asombrosa y cristalina. En las manos de estos artífices, el crimen se convierte en un juego de salón, un pasatiempo especulativo que por lógica debía desembocar en el más difícil todavía. Jorge Luis Borges (que usó algunos trucos del género en algunos de sus relatos) se juntó con Adolfo Bioy Casares para pasárselo en grande con don Isidro Parodi, un recluso que solucionaba enigmas irresolubles sin moverse de la celda donde estaba preso.

La misma voluntad de parodia y vasallaje anima las creaciones del escocés Michael Innes (1906-1994), cuyo inspector Appleby siempre riza el rizo de la paradoja. Dicho de otro modo, nacido en los Estados Unidos, el género se trasplantó a Gran Bretaña y allí floreció, madurando entre tazas de té, crucigramas y humo de pipa. Pero en el regreso a la tierra natal, el policíaco se oscureció, adquirió músculos, bebió alcohol, pasó de los salones de alta sociedad a los turbios callejones de las grandes urbes. En una palabra, se volvió “negro”.

Dashiel Hammett (Saint Mary County, 1894-Nueva York, 1961) dio a luz a Sam Spade, un tipo solitario, duro, desengañado y lo bastante cínico como para entregar a la justicia a la mujer que ama. Raymond Chandler (Chicago, 1888-la Jolla, California, 1959) suavizó la aspereza de Spade en la figura de Philip Marlowe, el detective de Los Angeles cuyas ácidas réplicas bien podía haber firmado Groucho Marx y que, sin embargo, no acepta casos de divorcio. De Hammett y de Chandler viene una larga y compleja estirpe de escritores que usaron el género negro no tanto para resolver un misterio como para descubrir la podredumbre del entramado social y las miserias del alma humana.

El fin del sueño americano

Ross McDonald (Los Gatos, California, 1915-Santa Barbara, California, 1983), James M. Cain (Annapolis, Maryland, 1892-University Park, Maryland, 1977), Chester Himes (Jefferson City, Missouri, 1909-Moraira, España, 1984), Lawrence Block (Buffalo, Nueva York, 1938) y James Ellroy (Los ángeles, 1948), entre muchos otros, bucean cada uno a su estilo por las aguas putrefactas del sueño americano. Jim Thompson (Oklahoma, 1906-California, 1977), el Philip K. Dick del género, descubrió que el asesino podía esconderse dentro del héroe y levantó un delirante mapa de la psicopatía. Thompson definió con precisión el mecanismo esencial de una novela negra: “Hay treinta y dos maneras de contar una historia y yo las he probado todas, pero sólo hay una trama: las cosas no son lo que parecen”.

De regreso a Europa, el detective americano se institucionalizó, se afilió al cuerpo de policía, abandonando el altivo y secular desprecio de Dupin y Holmes por sus colegas de uniforme. El belga Georges Simenon (Lieja, 1903-Lausana, 1989) esculpió al comisario Maigret, que mordisquea tercamente su pipa mientras intenta familiarizarse con el entorno de la víctima. La inglesa P. D. James (Oxford, 1920) apadrinó al inspector Adam Dalgliesh, comandante de Scotland Yard y hombre de gustos refinados que escribe poesía en sus ratos libres. En Suecia, de la mano de Henning Mankell (Estocolmo, 1948), surgió el inspector Kurt Wallander, un cincuentón divorciado y enfermizo que suele comenzar sus investigaciones con una reunión en equipo y luego las acaba solo.

Adiós, quiosco, adiós

Ian Rankin (Cardenden, Escocia, 1960) alumbró en Escocia a John Rebus, otro inspector divorciado, indisciplinado y terco como una mula, que escucha música rock en lugar de ópera. En la Barcelona de la Transición, Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939-Bangkok, Tailandia, 2003) creó a Pepe Carvahlo, tal vez el más célebre de los detectives de por libre europeos, a quien el siciliano Andrea Camilleri (Porto Empedocle, 1925) homenajeó parafraseando el apellido de su creador en la figura del comisario Montalbano.

El género ha pasado de adornar los kioscos a copar escaparates en las grandes librerías. Lejos están los tiempos en que Jim Thompson tenía que matarse para llegar a fin de mes: hoy Mankell, Donna Leon (Nueva Jersey, 1942) o Fred Vargas (París, 1957), traducida a 32 lenguas, son invitados de honor en cualquier congreso literario. Conan Doyle despreciaba el éxito mundano de Holmes hasta el punto de hacerlo desaparecer en una catarata, pero tuvo que resucitarlo. Unas décadas después, un teórico de la literatura tan ilustre como Umberto Eco vistió a Holmes y a Watson con hábitos de monje medieval, inaugurando un cruce genético -el “policíaco-histórico” - que está muy lejos de acabar. Hoy los descendientes de Auguste Dupin circulan por la Roma imperial, por la Alemania nazi y hasta por las profundidades del espacio. Pero nunca hay que olvidar que este humilde artefacto literario que proclama la razón como instrumento de indagación supremo empezó, en un atrevido esbozo de la teoría de Darwin, con un mono y una navaja.

Tras la estela de Carvalho

Desde la aparición de Pepe Carvahlo en Yo maté a Kennedy (1972) y Tatuaje (1974) de Vázquez Montalbán, la novela negra en España no ha dejado de crecer y ramificarse, de parir personajes y sagas, y de buscar cada vez más lectores entre un público que al principio sólo admitía detectives con nombre inglés. Es cierto que, antes del inolvidable ex agente de la CIA, gastrónomo por vocación y pirómano poético, habían surgido algunos intentos de adoptar el género negro en España (uno de los más serios fue El inocente de Mario Lacruz) pero la férrea censura franquista obligaba a que la acción se situara en parajes imaginarios.

Tras la estela de Carvahlo, a comienzos de los 80, surgió una hornada de narradores que utilizaría el género negro para poner al descubierto las contradicciones y miserias de la España de la época. De la mano de Juan Madrid (Málaga, 1947), el detective Toni Romano husmea en los bajos fondos de la capital desde la primera novela de la serie, Un beso de amigo (1980). Por esos mismos años, Andreu Martín (Barcelona, 1949), un verdadero todoterreno de la literatura de género, logra una cínica exploración de la venganza en Prótesis. González Ledesma (Barcelona, 1927) y Jorge Martínez Reverte (Madrid, 1948) dan a luz, respectivamente, a los inspectores Méndez y Gálvez, dos perfectos ejemplos de la descreída fauna de las comisarías.

Ritos de muerte

Con tales fundamentos a su espalda, los escritores de la siguiente generación podrían ensayar nuevas fórmulas narrativas y así, Fernando Marías (Bilbao, 1958) desarrolla una intensa trama de thriller en Esta noche moriré (1992), mientras que Javier Azpeitia (Madrid, 1962) logra un híbrido entre lo policíaco y psicológico en Hipnos (1996) y Rafael Reig (Cangas de Onís, 1963) cruza la novela negra con la ciencia-ficción en Sangre a borbotones (2002). Más respetuosos con las convenciones del género, Alicia Giménez Bartlett (Almansa, 1951) y Lorenzo Silva (Madrid, 1966) , darían cada uno a su modo un nuevo rumbo al género: la primera con la aparición de la inspectora Petra Delicado en Ritos de muerte (1996) y el segundo con la pareja de guardias civiles Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro, cuyo protagonismo en El lejano país de los estanques (1998) dio comienzo a una exitosa saga “benemérita”.

Recién llegados

Las últimas incorporaciones no hacen sino confirmar la salud de un género que, lejos del desprecio académico de los primeros tiempos, cada vez atrae a más lectores. Y a más escritores: desde algunos veteranos, como los argentinos Raúl Argemí (Buenos Aires, 1946) y Carlos Salem (Buenos Aires, 1959) , hasta otros más jóvenes, como los debutantes Antonio Jiménez Barca (Madrid, 1966) y Mercedes Castro, está claro que el negro nunca pasa de moda.