Pedro salinas o la razón del amor

MANUEL DÍAZ MARTÍNEZ
Revista de Letras




En uno de sus ensayos de juventud, el titulado El signo de la literatura española del Siglo XX, Pedro Salinas dice: “¿Cuál es el signo del Siglo XX en la literatura española? [...] Con un signo se aspira a darnos la significación de algo. Y la significación de una cosa es lo que quiere decir, su querer decir precisamente esto y no aquello. De modo que podemos equiparar el signo espiritual de una época histórica con un especial querer decir, con la voluntad de expresar adecuadamente su ser peculiar e íntimo. Pues bien; para mí el signo del Siglo XX es el signo lírico; los autores más importantes de este período adoptan una actitud de lirismo radical al tratar los temas literarios. Ese lirismo básico, esencial (lirismo no de la letra, sino del espíritu), se manifiesta en variadas formas, a veces en las menos esperadas, y él es el que vierte sobre novela, ensayo, teatro, esa ardiente tonalidad poética que percibimos en la mayoría de las obras importantes de nuestros días”.

Con estas palabras, y con la argumentación que esgrime en el resto del ensayo, Salinas vierte luz sobre la voluntad lírica de su momento, a mi entender marcada por esa ráfaga de romanticismo alemán que entró en España a través de Bécquer y por la revolución simbolista y parnasiana francesa.

En España hubo una revolución lírica en las postrimerías del Romanticismo con los maestros del 98, que interiorizaron el paisaje y la historia e impregnaron de alma su visión de lo circundante. En ellos alentó una voluntad lírica que se irguió sobre la inmediatez y fue a la búsqueda del Yo colectivo, del alma nacional. Pero los del 27 —y esto es lo que Salinas representa y define— buscaron el Yo individual, lo humano ecuménico. Es éste el lirismo que marca el instante de la literatura española al que Salinas se refiere en su ensayo. Es éste el nuevo signo lírico que entonces se imponía en las letras españolas y al que Salinas responderá cada vez con mayor entusiasmo y entrega, por lo cual hará del amor el ámbito de su poesía. El amor: nada más individual, nada más universal. Recuérdese que, en su ensayo, Salinas habla de un “lirismo básico, esencial”, y subraya: “lirismo no de la letra, sino del espíritu”, con lo cual nos previene de que toda sospecha en el sentido de que ese signo lírico a que se refiere es resultado de meras maniobras literarias es un error. Quiere Salinas que entendamos que esta nueva voluntad lírica que dominaba la literatura española de aquellos momentos obedecía a una profunda necesidad del espíritu de su tiempo. Esta concepción está implícita en el hecho, apuntado por él, de que tal signo lírico se manifiesta “a veces en las formas menos esperadas”; esto es: no se trata de un impulso o interés reducido sólo a un género —no es un fenómeno de retórica—, sino que abarca todos los modos, todos los géneros, porque es un fenómeno que afecta a la expresión misma, a la necesidad de expresión.

La trayectoria poética de Salinas evidencia el creciente arraigo en él de esa apetencia de interiorización. Desde Presagios, publicado en 1923, hasta Confianza, publicado en 1955, nuestro poeta se adentra más y más en sus laberintos interiores, exhibiendo los resortes que en su espíritu acciona la experiencia vital. Se me ocurre pensar su poesía como un guante que, de inicio, se nos presenta al derecho y que se va replegando en sí mismo hasta mostrarnos completamente el envés.

Para Cernuda, que vio en el lírico madrileño defectos que podían frustrar sus posibilidades poéticas, Presagios es el mejor de los nueve libros de poemas publicados por Salinas. Cernuda señala en Presagios cualidades (“en ese libro primero Salinas parecía más bien un poeta sencillo y directo, en ocasiones deliberadamente prosaico”) que elige como las legítimas del autor, las que constituían “su verdadero camino”, del cual, según Cernuda, se desvía en los libros siguientes “acaso por influencia de Guillén (Salinas fue el admirador más incondicional que tuvo la poesía de Jorge Guillén), para convertirse en un poeta ingenioso de tendencias cosmopolitas [...]”. Cernuda cree que Salinas, al cambiar de rumbo, casi llega a malograr sus más auténticas cualidades, y le reprocha el ingenio y la concepción de la poesía como juego. Es cierto que Salinas, como casi todos los del 27, unos en mayor medida que otros y quizás inconscientemente en algunos casos, había contraído una deuda con la aventura ultraísta. Del Ultraísmo y de Góngora —quien por su imaginería y chisporroteo metafórico saltó de su Siglo de Oro a la Vanguardia del XX— lo sedujo el gusto por el juego verbal, por la sorpresa lúdrica, que lo acompañó toda la vida. Pero es el caso que Salinas supo incorporar esa agilidad ganada en el gimnasio del Culteranismo y la Vanguardia a su propia creatividad tropológica, al modo de sus apoderamientos temáticos, a la transparencia emocional y a la expresión de sus sentimientos. Creo, con perdón de Cernuda, que no fue equivocado el camino que Salinas escogió para su poesía: por ese camino llegó a ocupar, “frente a la indiferencia de unos” y “la admiración algo convencional de otros” (éstas son observaciones cernudianas), una de las cimas de su generación.

Pero Cernuda dice otras cosas muy atinadas. Por ejemplo, señala que Salinas “nunca cayó en el formalismo poético de Guillén”, y agrega: “Es más bien de los poetas que crean su forma propia, según las exigencias de sus temas y de su expresión”. Esto, que es cierto, es señal inequívoca de su autonomía artística —hasta donde es posible la autonomía de un artista respecto de su cultura—, y es, por tanto, también síntoma de que la elección que Salinas hizo del camino que había de seguir como poeta obedeció —que es lo que suele ocurrir en todo verdadero poeta— a un imperativo de su espíritu, a una necesidad de su expresión. Claro está que Salinas estaba condicionado por su contexto cultural, y claro está asimismo que, como cualquiera, experimentó afinidades y devociones respecto de clásicos y románticos. En la poesía de Salinas hay huellas de algunas de esas afinidades y devociones, que van de Garcilaso, San Juan de la Cruz, Góngora y Quevedo hasta Bécquer, Darío, Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Huidobro, Mallarmé, Valery… En estos autores está el sustrato estético de Salinas, en cuya obra subyacen en calidad de asimilaciones originadas por afinidades y exigencias profundas y no de rendidas dependencias. Es imposible ser dependiente, al mismo tiempo, de San Juan y de Valéry, de Bécquer y de Mallarmé. Este intrincado proceso de vinculaciones de elementos disímiles, de ósmosis y catalizaciones en el seno de la actividad estética, es decir, en el proceso de transformación del sentimiento, la emoción y la imaginación en lenguaje, es parte de lo que hace a un poeta.

Es de notar, como advirtió Cernuda, que Salinas se fabricó sus propias herramientas. Sólo tres sonetos encontramos en su obra, cosa bien rara si tomamos en cuenta su apego a clásicos y modernos que hicieron del soneto uno de sus moldes preferidos. En cuanto al romance, el asunto es aún más curioso. Desde su primer libro y a través de toda su obra —acaso con más nitidez en ese largo y hermosísimo poema que es el libro La voz a ti debida (“a mí debida”, decía Juan Ramón con su habitual humor pendenciero)—, el romance sufre un proceso de desdibujamiento y concentración en manos de Salinas. Bécquer y Juan Ramón se disputan el título de renovadores del romance en la poesía española moderna. Creo que ambos lo merecen. A Salinas podría dársele el de “liberador del romance”. Usando el heptasílabo y el octosílabo y combinando estos metros con el tetrasílabo y el pentasílabo, encabalgándolos a veces y anarquizando la rima en el sentido de no sistematizar la asonantación, Salinas busca y halla una libertad formal para su discurso poético sin privar al romance de su ligero fluir y sosegada cadencia —flujo y cadencia que convienen a los temas de este poeta, sobre todo al que es central en su obra: el amor—. Gracias a este ingenio formal —predominante en la producción de Salinas—, al cerrar sus libros nos queda la impresión de que ninguno de sus contemporáneos, salvo Juan Ramón, ni ninguno de sus compañeros del 27, salvo Aleixandre, alcanzó en su expresión esa luminosa paz de agua virgen que hay en el idioma de Salinas, y que es, en el orden estilístico, el mejor aporte de nuestro poeta a la magia colectiva de la Generación del 27.

Salinas pertenece al bando de los poetas optimistas. Su poesía es una incesante afirmación, no carente de dramatismo, de las hechicerías fascinantes de la vida. Este optimismo frente al mundo se manifiesta en Salinas a través de un sostenido y animado contrapunto entre el arcano de la existencia y las incontables y omnipresentes apariencias de ese arcano. En su libro Todo más claro, de 1949, el poema titulado “Las cosas” es prueba de ello. Como se ve al final de este texto, el poeta —“galán de lo que se esconde”, cuyo trabajo es coger su flor al mundo mediante una cierta alquimia que se alía con el juego (birlibirloque)— no quiere permanecer inerte en medio del misterio que invade sus sentidos y provoca su apetencia de descubrimiento y posesión. Porque él es una “apariencia” consciente. En otro poema del mismo libro dirá: “Quisiera más que nada, más que sueño, / ver lo que no veo”.

El amor está en el cenit de la obra poética de Pedro Salinas. Pocos en nuestra época —Aleixandre, Neruda, Cernuda, Ballagas— han cantado a este sentimiento, en lengua castellana, como Salinas, con la limpidez y el fervor con que él lo ha hecho. Dos libros espléndidos dedicó enteramente al amor: La voz a ti debida, de 1933, y Razón de amor, de 1936. Sin duda, La voz a ti debida es su libro más exitoso. Es, en realidad, un solo poema dividido en cantos donde una amada ideal se posesiona del poeta y lo hace vivir una aventura de exultación erótica. En esa mujer-símbolo, Salinas vuelca todos los recursos de su fantasía a la caza de una “definición” sensorial y emocional del amor, que en su intensidad impregna de sentido al hecho mismo de vivir. Razón de amor es como una continuación del libro anterior en la que se vislumbran ciertos conatos de reflexión que hacen menos vibrante el lenguaje del poeta.

Antes hicimos referencia a la trayectoria de Salinas desde Presagios, su primer libro, hasta Confianza, publicado cuatro años después de su muerte, y apuntamos que de uno a otro el poeta fue volviéndose sobre sí. Fue adentrándose en él mismo. En Presagios, como señaló Cernuda, Salinas se nos presenta como “un poeta sencillo y directo, en ocasiones deliberadamente prosaico”, con vetas realistas. Seguro azar, el libro que sigue, publicado en 1929, continúa esa línea, en la que se ve cierto gusto por la metáfora ingeniosa —que será una constante de su poetizar— y todavía un apego a los donaires de la copla popular española, que tanto gustaba a Salinas (“No te veo la mirada / si te miro aquí a mi lado. / Si miro el agua la veo”). Pero esa mirada de Salinas a lo exterior, muy acusada en Presagios en comparación con su poesía última, va interiorizándose, que no ensimismándose. No es que su mirada cambie de dirección —que el poeta deje de mirar el mundo para mirarse a sí mismo—, sino que cambia de ángulo, partiendo de niveles cada vez más hondos del espíritu para darnos versiones cada vez más íntimas de lo observado. Vibra en Salinas —para mí esto constituye la divisa que identifica su escritura— un ansia de pureza que lo empuja hacia dos ideales que se vuelven uno: la intemporalidad y lo absoluto.