Viaje a la memoria

El 13 de febrero llega a las pantallas La teta asustada, de Claudia LLosa, y el próximo 20 lo hará Vals con Bashir, de Ari Folam. Dos filmes que abordan conflictos muy distintos, el peruano y el israelí, desde la perspectiva de la memoria de quienes los sufrieron.


CARLOS REVIRIEGO
El Mundo



Un comienzo: sobre negro, canta una anciana. Perpetúa en la memoria de su hija el relato de cómo unos terroristas asesinaron a su marido y después la violaron. Fausta presenció la ignominia desde el vientre, y ha crecido como un ser frágil y atormentado, protagonista de La teta asustada. Un final: llantos en la matanza de Chatila. El director Ari Folman finaliza su terapia de regresión cuando la imagen animada corta al descarnado verité de los noticiarios. El documental de animación Vals con Bashir destapa entonces la forma real de los oscuros rincones de la memoria. Es el momento en que el agresor toma conciencia de la masacre.

Sea en Perú o en Israel, los desastres del terrorismo o de la guerra, dos realizadores de naturaleza bien distinta, Claudia Llosa y Ari Folman, coinciden en hundir el dedo en la llaga de una de los síndromes contemporáneos más espinosos: la memoria histórica. Folman viaja a los días de su servicio militar durante la guerra de Israel contra Líbano en 1982, y mediante entrevistas a viejos compañeros de regimiento el documentalista reconstruye las piezas de su memoria devastada, un viaje que se salda con la conciencia de su participación en las matanzas a civiles. La propuesta de Claudia Llosa, por su parte, toma precisamente las secuelas civiles que ha dejado a su paso otra clase de terror, el de Sendero Luminoso, para establecer una emulsión psicológica de su nación, una especie de polaroid capaz de mostrar las herencias generacionales más traumáticas. Desde la memoria personal saqueada, tanto Llosa como Folman terminan presentando los síntomas de un trauma colectivo.

¿Quién soy si mi memoria no es la mía o simplemente está borrada?, podrían preguntarse los torturados protagonistas de La teta asustada y Vals con Bashir. Si en el filme de Llosa, los recuerdos transmitidos por la madre son un insoportable lastre para Fausta (que interpreta Magaly Solier en un registro antagónico al de Madeinusa, estimable debut de la cineasta), los recuerdos que recupera Folman representan la conquista de una libertad personal más que de una imposible redención. No tan lejos en este sentido de El curioso caso de Benjamin Button (David Fincher) o Gran Torino (Clint Eastwood), dos recientes y extraordinarios trabajos en torno a los estragos que ejerce el tiempo en la conciencia individual, los protagonistas de Folman y Llosa actúan de espejos reflectantes de la amnesia del mundo. El motor de todos ellos pasa por “la recuperación de la autoestima como parte básica para el proceso de curación”, según ha escrito Claudia Llosa.

El cine como terapia. Al principio de Vals con Bashir, un amigo de Ari Folman le cuenta un sueño recurrente que pondrá en marcha la memoria hasta entonces bloqueada de Folman. “El cine también es una terapia”, le dice el amigo. Entonces, Folman emprende (y filma) ese viaje sin retorno a los confines de su memoria bloqueada. Para sumergirse en el pasado, se rodea de un amigo psiquiatra y de una experta en tratamientos de estrés post-traumático. “La memoria nos lleva a donde necesitamos ir”, le dice el psiquiatra. Frente al rigor clínico de la ciencia psiquiátrica a la que se entrega el israelí, Llosa ancla las raíces argumentales de La teta asustada en la tradición oral del pueblo quechua. El título hace referencia a una enfermedad que, según la creencia popular, transmite a través de la leche materna el miedo y el sufrimiento que genera una experiencia traumática. Estos tormentos heredados generan en Fausta un mecanismo de defensa que procede de la ignorancia y el oscurantismo, y bajo cuyo convencimiento la joven peruana se introduce un tubérculo en la vagina para que nadie pueda entrar en ella. He ahí la (increíble) premisa, un desafío al espectador que pone realmente en peligro la verosimilitud de un relato que no siempre logra casar con convencimiento los registros costumbristas con las alegorías literarias.

“No veo mis recuerdos, es como si ya no viviera”, dice la madre de Fausta justo antes de morir. Arrojada a la intemperie de la soledad, Fausta debe seguir cantando para que la memoria transmitida no se seque. Se pueden arrastrar vejaciones y también pecados. Si en La teta asustada, la memoria es el conducto a través del que pervive un sufrimiento infértil y paralizante, en Vals con Bashir, Folman debe avivar la suya para aceptar sus crímenes de guerra. Ahora que las bombas israelíes vuelven a caer sobre civiles palestinos, el filme conviene en señalar con el dedo a los falangistas cristianos de Bashir Gemayel como máximos responsables de las masacres, si bien no limpia de sangre las manos del tsahal, el ejército israelí.

Psicología plástica. Hasta aquí los estragos de la memoria. Pero el cine es también, y sobre todo, cuestión de formas. La gran diferencia entre Vals con Bashir y La teta asustada la señalaron Godard y Pasolini hace décadas, cuando diagnosticaron que en el cine de Antonioni “el drama ya no es psicológico, sino plástico”. Ari Folman resume esta lección del cine moderno con un filme insurgente frente a géneros y formatos. Bajo la creatividad del director artístico David Polonsky, la plasticidad captura los conductos psicológicos del personaje, que se transforma en estética expresiva del drama. Con trazos marcados y colores antinaturales, Vals con Bashir lleva un paso más allá la representación de la guerra, su horror, su absurdo y su alucinación onírica, como si aquello que vemos nunca se hubiera experimentado. “La animación funciona como una frontera entre realidad y subconsciente”, ha dicho Folman, y ahí es precisamente donde coloca su película.

Diríamos entonces que mientras Claudia Llosa pone en escena su relato (entre el registro social y la introspección íntima), Ari Folman lo pone en forma. Los mecanismos literarios de los que depende Llosa son en el caso de Vals con Bashir verdaderos mecanismos cinemáticos. “Prefiero que me dibujes, no que me filmes”, dice uno de los entrevistados por Folman, y establece así el marco formal en cuyos márgenes conviene reproducir lo irreproducible. En este sentido, no hay que desestimar el carácter autobiográfico de la película. Es cierto que Persépolis (2008) ya había empleado la animación como camino de exorcismo autobiográfico pero no dejaba de ser la adaptación de un cómic. Por supuesto, el estrés postraumático de los veteranos de guerra no es ni mucho menos un motivo nuevo en el cine; como tampoco las crónicas bélicas en el cine israelí -desde la canónica Kippur (Gitai, 2000) hasta Beaufort (Cedar, 2007)-, pero con su búsqueda libre de exhibicionismo sentimental, confesión indulgente o falsa redención, Folman lleva aún más lejos todos estos frentes dramáticos.