“Hablador como Sócrates, rebosante de anécdotas y chistes como un viejo judío, y lleno de curiosidad por los demás”, Joseph Roth (Brody, Galitzia, 1894-París, 1939) es uno de los autores de culto del siglo XX, quizá porque, en obras como La marcha Radeztky, Hotel Savoy o Job, supo plasmar el desconcierto, la aterradora soledad del hombre contemporáneo.
NURIA AZANCOT
El Mundo
Nacido en Brody, una pequeña aldea del antiguo Imperio austrohúngaro, cerca de la frontera con la Rusia zarista, en España hemos redescubierto a Joseph Roth gracias, sobre todo, a El Acantilado, que ha recuperado toda su obra en ediciones ejemplares. Ahora, el lanzamiento de su epistolario inédito completa uno de los retratos más desolados posibles: el de un escritor de genio, destruido por el alcohol y brutalmente despojado de patria y certezas.
Roth escribió miles de cartas durante sus incansables vagabundeos por la Europa de entreguerras. El editor de su epistolario, Hermann Kesten, calcula que fue autor de más de cinco mil cartas, de las que sólo han aparecido quinientas, pues “muchas padecieron el destino de los perseguidos políticos de las dictaduras y la muchas veces mortal desbandada que suelen provocar los tiranos”.
Sin cartas, ni libros, ni hogar
Roth, en cambio, no guardó nada. Carecía incluso de casa: “Era un hombre casi sin propiedad. Por lo que sé, ni siquiera tenía una cuenta corriente. No disponía de anaqueles con libros, ni de un escritorio. Viajaba y vivía con una o dos maletas, se alojaba casi siempre en hoteles”. De ahí el interés de un libro de casi 700 páginas, que da cuenta y razón de lo sufrido por el escritor desde los 16 años hasta su muerte y en el que, en palabras del editor, “hallamos cien imágenes distintas de Roth: el muchacho ambicioso que sueña convertirse en un célebre poeta, el estudiante sarcástico, el voluntario en el frente y el prisionero de guerra, el lírico tradicional y el reportero original, el poeta, el amigo irónico, regañón, cooperativo, mentor exigente, el cercano primo y sobrino, el marido vagabundo con mala conciencia, el moralista y el panfletista. Hallamos en estas cartas al Roth socialista y al propagandista de los Habsburgo, al enamorado y al exiliado, al amante y al maestro de la prosa alemana, al amigo de los pobres y los pisoteados”.
La primera carta la dirige un Roth adolescente a su prima Resia Gröbel. Son las vacaciones de verano de 1911, el escritor aún no ha cumplido los 17 y se sorprende por la falta de entusiasmo patriótico de su prima, (“No entiendo por qué temes tanto la guerra”). La misma exaltación le empuja, el 26 de marzo de 1915, a confesar: “Desde que mi fuego amenazó con extinguirse bajo la manguera de los bomberos que llevaba el lema sentido común, tuve el gran deseo de mostrárselo a la gente, a toda costa, para que me reconocieran a distancia por mi humo. Con esa determinación quedé satisfecho, porque el tabaco (del tiempo antiguo) es conocido como uno de los más importantes casi del genio”. En esta primera parte del epistolario, Roth abandona su aldea natal y escribe desde Viena, Berlín, Colonia, Aviñón, París o Marsella, donde descubre la Fiesta de los toros el 26 de agosto de 1925. Le horroriza: “Vi aquí corridas de toros por primera vez. Si no ha visto usted nunca algo así, no puede hacerse idea de esta bestialidad”.
Descenso a los infiernos
Lo peor, con todo, es el sentimiento de orfandad de un hijo del Imperio sin Imperio: “Estoy muy desesperado -escribe el 30 de agosto de 1925- [...] Cuando murió el emperador Francisco José, yo era un "revolucionario", pero lloré. Me enrolé voluntario por un año en un regimiento vienés, una "tropa de élite" que hacía guardia de honor ante la cripta de los capuchinos, y lloré de veras. Una época quedó enterrada”.
Las desgracias se suceden. Friederike Reichler, con la que se había casado en 1922, muestra los primeros síntomas de su esquizofrenia, mientras él despilfarra todo lo que gana en legendarias borracheras. El dinero de los libros no llega, tampoco el de las colaboraciones en los periódicos, al punto de que, el 14 de junio de 1927 le confiesa al filósofo Ludwig Marcuse que se encuentra “desesperado, enfermo y sin dinero”. Porque ésa es su obsesión, el dinero, por el que escribe, ruega, insulta o suplica a lo largo de cientos de cartas a amigos, editores, colegas, parientes... El 27 de febrero de 1929, y desde París, explica al también escritor Stefan Zweig sus condiciones de vida: “Trabajo urgido por un solo motivo, que es material. Porque tengo que llegar a cubrir un mínimo de mi existencia sin tener que escribir regularmente artículos que me perjudican la salud. [...] Desde que cumplí dieciocho años, jamás he habitado una vivienda privada, a lo sumo, una semana como huésped en casas de amigos. Todo lo que poseo son tres maletas. Y eso no me parece extraño.” El 13 de mayo de 1930 le refiere también a Zweig (convertido en su compañero más fiel, y en su mecenas) que una amiga se había suicidado después de haber ido a buscarlo, sin éxito : “No me encontró, y estoy convencido de que yo hubiera podido evitar su muerte. Por todas partes sufrimiento y muerte. Me pondría a llorar por esta impotencia de que ni siquiera pueda uno hacer ese poco de bien que podría salvar a una sola persona”.
Los meses no mitigan su pesimismo, más bien lo acentúan, como evidencia este fragmento de otra carta a Zweig, desde Francfort, el 23 de octubre de 1930, y en la que, además de confesar que “Las Baleares me seducen extraordinariamente”, se lamenta de la situación del viejo continente, acosado por los totalitarismos: “¿A quién no le asquea la política? Tiene usted razón, Europa se suicida. Y la manera prolongada y cruel de ese suicidio se debe a que quien lo comete es un cadáver. Esta decadencia tiene una endiablada semejanza con una psicosis. Parece el suicidio de una psicótica. El diablo gobierna realmente el mundo. Pero sigo sin entender a los extremistas de las dos alas”.
En febrero de 1933, desde París, profetiza: “Sabrá usted que nos aproximamos a grandes catástrofes. Aparte de lo privado -nuestra existencia literaria y material queda aniquilada-todo conduce a una nueva guerra. No doy un céntimo por nuestras vidas. Los bárbaros han conseguido gobernar. No se haga ilusiones. Gobierna el infierno”, escribe a Zweig, quien tercia con editores, le manda dinero, y, sobre todo, intenta que abandone el alcohol, sin éxito. Mientras Hitler conquista Europa y el mundo se derrumba, Roth sigue bebiendo. Su última carta, a Blanche Gidon, vieja y generosa amiga, es del 11 de marzo de 1939 y habla, cómo no, de dinero: “Sólo yo tengo los derechos, no la editorial. Sin embargo, por desgracia tengo que pagarle el 25%”.
Meses después, el 23 de mayo, la noticia del suicidio de Ernst Toller le abruma hasta ahogar sus últimos francos en alcohol. Sumido en el delírium tremens, muere el 27 de mayo en el Hospital Necker de París, haciendo que una de sus últimas cartas, del 8 de agosto de 1937, resulte más conmovedora y terrible: “Tengo un miedo enorme a caer al hondón de estas letrinas. Por favor, vea que no es mi culpa. [...] He previsto tantas veces el final. Créame, se lo ruego, que si se atrasa no es por mi culpa.” Tal vez su muerte no fuese ésa “tan liviana y hermosa” que soñó, en La leyenda del santo bebedor, para los dipsómanos. Pero Joseph Roth, que no llegó a ver a las tropas nazis en París, ni supo que su familia fue exterminada en campos de concentración, 70 años después ocupa un lugar de honor en la literatura mundial.
Roth escribió miles de cartas durante sus incansables vagabundeos por la Europa de entreguerras. El editor de su epistolario, Hermann Kesten, calcula que fue autor de más de cinco mil cartas, de las que sólo han aparecido quinientas, pues “muchas padecieron el destino de los perseguidos políticos de las dictaduras y la muchas veces mortal desbandada que suelen provocar los tiranos”.
Sin cartas, ni libros, ni hogar
Roth, en cambio, no guardó nada. Carecía incluso de casa: “Era un hombre casi sin propiedad. Por lo que sé, ni siquiera tenía una cuenta corriente. No disponía de anaqueles con libros, ni de un escritorio. Viajaba y vivía con una o dos maletas, se alojaba casi siempre en hoteles”. De ahí el interés de un libro de casi 700 páginas, que da cuenta y razón de lo sufrido por el escritor desde los 16 años hasta su muerte y en el que, en palabras del editor, “hallamos cien imágenes distintas de Roth: el muchacho ambicioso que sueña convertirse en un célebre poeta, el estudiante sarcástico, el voluntario en el frente y el prisionero de guerra, el lírico tradicional y el reportero original, el poeta, el amigo irónico, regañón, cooperativo, mentor exigente, el cercano primo y sobrino, el marido vagabundo con mala conciencia, el moralista y el panfletista. Hallamos en estas cartas al Roth socialista y al propagandista de los Habsburgo, al enamorado y al exiliado, al amante y al maestro de la prosa alemana, al amigo de los pobres y los pisoteados”.
La primera carta la dirige un Roth adolescente a su prima Resia Gröbel. Son las vacaciones de verano de 1911, el escritor aún no ha cumplido los 17 y se sorprende por la falta de entusiasmo patriótico de su prima, (“No entiendo por qué temes tanto la guerra”). La misma exaltación le empuja, el 26 de marzo de 1915, a confesar: “Desde que mi fuego amenazó con extinguirse bajo la manguera de los bomberos que llevaba el lema sentido común, tuve el gran deseo de mostrárselo a la gente, a toda costa, para que me reconocieran a distancia por mi humo. Con esa determinación quedé satisfecho, porque el tabaco (del tiempo antiguo) es conocido como uno de los más importantes casi del genio”. En esta primera parte del epistolario, Roth abandona su aldea natal y escribe desde Viena, Berlín, Colonia, Aviñón, París o Marsella, donde descubre la Fiesta de los toros el 26 de agosto de 1925. Le horroriza: “Vi aquí corridas de toros por primera vez. Si no ha visto usted nunca algo así, no puede hacerse idea de esta bestialidad”.
Descenso a los infiernos
Lo peor, con todo, es el sentimiento de orfandad de un hijo del Imperio sin Imperio: “Estoy muy desesperado -escribe el 30 de agosto de 1925- [...] Cuando murió el emperador Francisco José, yo era un "revolucionario", pero lloré. Me enrolé voluntario por un año en un regimiento vienés, una "tropa de élite" que hacía guardia de honor ante la cripta de los capuchinos, y lloré de veras. Una época quedó enterrada”.
Las desgracias se suceden. Friederike Reichler, con la que se había casado en 1922, muestra los primeros síntomas de su esquizofrenia, mientras él despilfarra todo lo que gana en legendarias borracheras. El dinero de los libros no llega, tampoco el de las colaboraciones en los periódicos, al punto de que, el 14 de junio de 1927 le confiesa al filósofo Ludwig Marcuse que se encuentra “desesperado, enfermo y sin dinero”. Porque ésa es su obsesión, el dinero, por el que escribe, ruega, insulta o suplica a lo largo de cientos de cartas a amigos, editores, colegas, parientes... El 27 de febrero de 1929, y desde París, explica al también escritor Stefan Zweig sus condiciones de vida: “Trabajo urgido por un solo motivo, que es material. Porque tengo que llegar a cubrir un mínimo de mi existencia sin tener que escribir regularmente artículos que me perjudican la salud. [...] Desde que cumplí dieciocho años, jamás he habitado una vivienda privada, a lo sumo, una semana como huésped en casas de amigos. Todo lo que poseo son tres maletas. Y eso no me parece extraño.” El 13 de mayo de 1930 le refiere también a Zweig (convertido en su compañero más fiel, y en su mecenas) que una amiga se había suicidado después de haber ido a buscarlo, sin éxito : “No me encontró, y estoy convencido de que yo hubiera podido evitar su muerte. Por todas partes sufrimiento y muerte. Me pondría a llorar por esta impotencia de que ni siquiera pueda uno hacer ese poco de bien que podría salvar a una sola persona”.
Los meses no mitigan su pesimismo, más bien lo acentúan, como evidencia este fragmento de otra carta a Zweig, desde Francfort, el 23 de octubre de 1930, y en la que, además de confesar que “Las Baleares me seducen extraordinariamente”, se lamenta de la situación del viejo continente, acosado por los totalitarismos: “¿A quién no le asquea la política? Tiene usted razón, Europa se suicida. Y la manera prolongada y cruel de ese suicidio se debe a que quien lo comete es un cadáver. Esta decadencia tiene una endiablada semejanza con una psicosis. Parece el suicidio de una psicótica. El diablo gobierna realmente el mundo. Pero sigo sin entender a los extremistas de las dos alas”.
En febrero de 1933, desde París, profetiza: “Sabrá usted que nos aproximamos a grandes catástrofes. Aparte de lo privado -nuestra existencia literaria y material queda aniquilada-todo conduce a una nueva guerra. No doy un céntimo por nuestras vidas. Los bárbaros han conseguido gobernar. No se haga ilusiones. Gobierna el infierno”, escribe a Zweig, quien tercia con editores, le manda dinero, y, sobre todo, intenta que abandone el alcohol, sin éxito. Mientras Hitler conquista Europa y el mundo se derrumba, Roth sigue bebiendo. Su última carta, a Blanche Gidon, vieja y generosa amiga, es del 11 de marzo de 1939 y habla, cómo no, de dinero: “Sólo yo tengo los derechos, no la editorial. Sin embargo, por desgracia tengo que pagarle el 25%”.
Meses después, el 23 de mayo, la noticia del suicidio de Ernst Toller le abruma hasta ahogar sus últimos francos en alcohol. Sumido en el delírium tremens, muere el 27 de mayo en el Hospital Necker de París, haciendo que una de sus últimas cartas, del 8 de agosto de 1937, resulte más conmovedora y terrible: “Tengo un miedo enorme a caer al hondón de estas letrinas. Por favor, vea que no es mi culpa. [...] He previsto tantas veces el final. Créame, se lo ruego, que si se atrasa no es por mi culpa.” Tal vez su muerte no fuese ésa “tan liviana y hermosa” que soñó, en La leyenda del santo bebedor, para los dipsómanos. Pero Joseph Roth, que no llegó a ver a las tropas nazis en París, ni supo que su familia fue exterminada en campos de concentración, 70 años después ocupa un lugar de honor en la literatura mundial.