Las trabajadoras de la industria textil están hoy igual que en el siglo XIX

ALBERT SALES I CAMPO
Revista Pueblos



El 8 de marzo de 1857 un grupo de obreras textiles recorrieron los barrios más ricos de Nueva York para protestar por sus condiciones de trabajo. Entre mediados del siglo XIX y principios del siglo XX, las trabajadoras de los Estados Unidos y Europa reclamaban una jornada laboral de 10 horas, permisos de maternidad y lactancia, la prohibición del trabajo infantil, formación profesional y el derecho a formar parte de un sindicato. Durante la huelga de 1908, en la fábrica Cotton Textile de la misma ciudad murieron 129 trabajadoras en un incendio provocado. No es el objetivo de estas líneas valorar globalmente las conquistas sociales en materia de derechos laborales y de igualdad de género, sólo querría que consideráramos el caso concreto del sector textil y sacáramos algunas reflexiones.


La lucha de las obreras de la confección comportó mejoras en las condiciones de trabajo en las fábricas, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial. Hasta los años 70 la confección era un sector industrial muy importante en los países ricos pero a partir de los años 80, con el empuje de las políticas neoliberales y la fiebre del libre comercio, se inició una deslocalización masiva de la producción de ropa. Pese a las limitaciones a la importación que imponía el Acuerdo Multifibras, las principales firmas de moda y de ropa deportiva fueron pioneras en la subcontratación de su producción a países empobrecidos con objetivo de abaratar los costes salariales. Dos hechos facilitaron este proceso: la maquinaria necesaria por poner en marcha una industria de corte y confección no requiere grandes inversiones y el proceso de formación de las trabajadoras es más corto y sencillo que en otros procesos industriales.

Como en otros sectores, la competencia por ofrecer las mejores condiciones para la inversión extranjera ha perjudicado a trabajadores y trabajadoras del norte y del sur. El cierre progresivo de las industrias textiles ha acabado con miles de puestos de trabajo en los últimos veinte años. La lista de cierres es interminable: el abril del 2008, Dresca, en Navarcles, dejaba a la calle a 180 trabajadores y trabajadoras; tres meses antes había cerrado la empresa Fibracolor en Tordera, con una plantilla de 280 personas; Dogi despidió a 123 personas en Cardedeu y Parets del Vallès; Pasarela cerró su fábrica de Hostaric que ocupaba 45 personas; DB Apparel a Cassà y Massanes, donde trabajaban 132 personas...

Muchas de las empresas cerradas trabajaban para grandes firmas de moda que han decidido encargar el trabajo a talleres y fábricas más competitivas del Marruecos, Turquía, China... Cuando en la prensa se anuncian los cierres o traslados de producción, a menudo se mencionan las pérdidas acumuladas por estas PYMES como si la ineludible mano invisible del mercado hubiera dictaminado que Cataluña ya no es apropiada por coser ropa. Lo que no se menciona tan a menudo es que las firmas internacionales que antes les encargaban trabajo nunca registran pérdidas. En el ejercicio de 2008 Inditex (empresa propietaria de las marcas Zara, Bershka, Pull&Bear, entre otros) logró la cifra récord de 843 millones de euros de beneficios; el Corte Inglés tuvo unos beneficios de 747 millones de euros el 2007; Benetton incrementó sus beneficios en un 16% el año pasado llegando a los 145 millones de euros; Nike acumuló 391 millones de dólares de beneficios sólo durante el último trimestre de 2008.

La competitividad que se exige a las fábricas de los países ricos es, pues, inalcanzable, porque está basada en la reducción a la nada de los costes laborales y fiscales. La industria textil globalizada continúa ocupando mayoritariamente mujeres en una situación de precariedad extrema muy similar a las de las obreras que protestaban en 1908. La confección es el sector con salarios más bajos en la mayoría de países productores. En Bangladesh, las trabajadoras cobran una media de 26 euros mensuales, en China entre 57 y 80 euros al mes y en Marruecos no más de 120 euros mensuales. En ninguno de estos tres países se puede llegar a cubrir la cesta básica con estos importes. Las jornadas laborales se alargan sin aviso previo y las horas extras demasiadas veces quedan sin abonar.

Las desigualdades de género contribuyen a la perpetuación de esta situación. El mercado de trabajo de las zonas industriales se nutre de chicas jóvenes que migran desde el mundo rural para aportar un sueldo a la economía familiar que ya no puede subsistir con el trabajo en el campo. Aun cuando muchos estados disponen de un marco regulador de las relaciones laborales, estas chicas desconocen sus derechos como trabajadoras y como ciudadanas, no saben como funciona un sindicato o una asociación y las largas jornadas de trabajo les impiden construir una red de relaciones sociales en la que apoyarse. Cuando las trabajadoras consiguen organizarse y exigir el cumplimiento de unos mínimos estándares laborales sufren presiones y amenazas, a veces impulsadas por los propios poderes públicos afines a las élites dirigentes y a los empresarios.

Las condiciones de negociación de las trabajadoras del textil hoy son todavía peores que las de 1908. No se enfrentan sólo a su patrón, ahora se las tienen con las grandes corporaciones que hacen los encargos y que tienen centenares de proveedores que compiten entre sí. Con la amenaza de la deslocalización y del traslado de la producción, las trabajadoras han de optar entre dejar de trabajar o sufrir unas condiciones inhumanas. En el Norte, asumir la primera opción significa cobrar el paro durante un tiempo y buscarse la vida en otro sector. En el Sur, sólo queda la segunda opción.