Hollywood apunta a Wall Street

Los guionistas aprovechan el “tirón” de las estafas

LUIS MARTÍNEZ
El Mundo



El cine de Estados Unidos vive un resurgir del activismo político y tira sus dardos no tanto a los gobiernos como a las multinacionales, causantes en buena parte de la actual crisis económica. Filmes en cartel como Duplicity, de Tony Gilroy, y otros a punto de estrenarse como The International, de Tom Tykwer, o Sicko, de Michael Moore, fijan su objetivo en los escándalos financieros.

Un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma. Hay frases que hacen pensar. ¿Cómo se las habrá arreglado el traductor con el diccionario de sinónimos para llegar a este galimatías? It's a mystery, it's a mystery wrapped in a riddle inside an enigma!

Situémonos. JFK, de Oliver Stone. Joe Pesci, en su acostumbrado papel de ser visceralmente desagradable, intenta poner orden conceptual entre tanto caos formal. No puede y, para dar fe de ello, utiliza un trabalenguas similar al que Churchill empleó para referirse a su idolatrada Rusia. El director de la película, todo sea dicho, tampoco se aclara. Al final, los hay que salen del cine convencidos de que Kennedy se suicidó. Y aquí la frase del principio.“Un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”.

La sospecha es así. Desasosiega, enreda, confunde. De alguna forma, Oliver Stone resume, y hasta parodia involun- tariamente, una de las más nutritivas obsesiones que ha presidido un determinado thriller que tiene sus mejores ejemplos en la década de los setenta. La idea motriz es el complot, la certidumbre de que siempre es otro el que mueve los hilos. Detrás de cualquier falsa apariencia de certeza, el sistema nos domina. Basta recordar La conversación (Coppola, 1974), Los tres días del Cóndor (Sydney Pollack, 1975), Marathon Man (John Schlesinger, 1976) o The French Connection' (William Friedkin, 1971) para entender lo creativa que puede ser la paranoia.

Un nuevo panorama. Entonces, era la CIA, el FBI o el KGB las organizaciones que manejaban el cotarro, ahora el panorama es otro. Tony Gilroy con su modélico Michael Clayton, perfecto remake de la conspicua "conspiranoia" de los 70, y con su reciente Duplicity; Tom Tykwer de la mano de The International; o el omnipresente Michael Moore merced a Sicko, la última entrega de sus docudrama de autor a vueltas con el poder omnímodo de la industria farmacéutica, dan martillazos sobre el mismo clavo. Básicamente, la idea es, de nuevo, la misma vieja amiga: nos creemos libres, pero no, alguien en la sombra decide por nosotros. ¿Y quién es el lobo? Las grandes corporaciones. En la globalización que nos asiste, se lee en cada uno de los filmes citados, la Democracia (así, en genérico solemne), que antes caía víctima de los organismos diseñados precisamente para su defensa (la CIA y compañía), está ahora en manos de ejecutivos demasiado globalizados para mostrar clemencia. Ellos deciden por nosotros. La idea es antigua. Aunque la verdad, no tanto. Lo nuevo es que con una crisis global de dimensiones estratosféricas, el asunto ha pasado de lo teórico a lo urgente y sangrante.

Tras el gozoso delirio de los setenta -cine grave soportado por un Hollywood revolucionario, contestón e impertinente-, llegaron los ochenta y con ellos los mensajes sin doblez. John Rambo no conoce de sospechas. Los vietnamitas masacrados, tampoco.

Habría que esperar bastante hasta volver a reconocer las trazas de la conspiración. Y no hablamos de los juegos de acertijos al modo y manera de El código Da Vinci. Al fin y cabo, todo lo que se tenía que decir sobre las sociedades secretas quedó bien dicho (y con mucha gracia) por Chesterton en El hombre que fue Jueves. La segunda edad conspirativa llegó de la mano de Jason Bourne, el espía sin identidad.

En 2002, Doug Liman rodaba la primera adaptación de las novelas de Robert Ludlum, El caso Bourne. Poco más tarde, Paul Greengrass convertía al hombre sin memoria y sin nombre en icono del cine moderno. El cerebro limpio de un Bourne a la búsqueda de su identidad actúa como la mejor y más acertada imagen del hombre sin atributos que toda buena y radical teoría conspirativa necesita para funcionar. Recordemos con Marx, Freud y Nietzsche, que no hay conciencia, no hay sujeto, no hay conocimiento. Tony Gilroy, antes de director, guionista precisamente de la saga Bourne, imagina en Duplicity la vida de dos espías retirados. ¿Para quiénes trabajarán ahora? Para las grandes corporaciones farmacéuticas. Con estos mimbres, el siempre habilidoso director confecciona un atribulado, complejo y, finalmente, efectivo juego de espejos. Todos son engañados, el espectador juega a perderse entre diálogos falsos, actuaciones que parecen verdad y propósitos inciertos. Cuidado, es una comedia, se diría que la versión post-moderna de Charada.

Impostura política. The international, más sentida, más seria, como corresponde a un alemán (esta es la nacionalidad del director Tom Tykwer), se mueve entre los mismo márgenes. Los antes agentes de orden ya no saben los propósitos de sus acciones, no saben para quien o contra quien disparan. Todo es mentira. ¿Y Sicko? Aquí, Michael Moore repite jugada. Como en Fahrenheit 9/11, el objetivo es descubrir la impostura de la política. Manda gente distinta a la que usted ha votado. La diana esta vez es el insalubre sistema de salud americano dirigido por las aseguradoras y los conglomerados farmacéuticos. Y en el fondo, cómo no, la incompetencia, ya un recurso retórico, del siempre patán Bush.

En las tres películas de estreno reciente, el hilo conductor (cada una con su cuota correspondiente, no equivalente, de acierto y error) es la sensación de pérdida. Como en Bourne, no hay más referencias para la acción que el vago recuerdo de una verdad olvidada. En cualquier caso, siempre queda, aunque de forma lejana, la borrosa memoria de un punto de apoyo, de certeza moral. De hecho, tanto en The international como en Duplicity, al final se aclara quién es el bueno y quién el malo. Moore no se espera a tanto, la certeza moral es él.

Ninguna de ellas da el paso decisivo. No hay verdad más allá del desconcierto. Dios, “un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”.