Borges poeta: El otro, el mismo


BLAS MATAMORO
ABC




Entre 1923 y 1985, entre Fervor de Buenos Aires y Los conjurados, la poesía de Borges traza una parábola que abraza toda su obra. Digo que abraza y no que cumple pues el centro canónico de lo borgiano está en la prosa que aparece entre 1930 y 1960: Evaristo Carriego (el único libro orgánico hecho por Borges y firmado sólo por él, sin coautores), Historia universal de la infamia, Historia de la eternidad, Ficciones, El Aleph, Otras inquisiciones, El hacedor. En esta etapa el poema es marginal y en los extremos, central. Las últimas décadas asisten, además, a la proliferación de un Borges también oral, que dará curiosos resultados, como sus conferencias sobre Dante y el budismo. En cualquier caso, el verso acompaña incesantemente al escritor, sin abandonarlo tampoco en cuanto prosista. Ni siquiera cuando se produce una suerte de bache lírico, entre 1929 (Luna de enfrente) y 1964 (El otro, el mismo), relativamente interrumpido por las piezas en verso del citado El hacedor.

Un río que huye y perdura. Esta persistencia sirve como clave para leer el conjunto borgiano. Borges se produce poéticamente porque piensa en verso, en fórmulas donde la concentración de la palabra dice, finalmente, lo más cercano a la verdad, esa hechicera intocable que palpita en el decir. Baste espigar unos ejemplos: la música es esa forma misteriosa del tiempo; el pasado es una dócil arcilla; Dios, que salva el metal, salva la escoria; eres (tú, lector desconocido y necesario) el río que huye y que perdura. Son decisiones aforísticas que podrían servir a un diccionario de conceptos. La razón es que Borges, un escritor insistentemente meditativo, ha rehuido siempre el pensamiento como una técnica y lo ha practicado como una poética. Ante todo, como una poética de la identidad: de la palabra dicha, de quien dice, de quien lee porque es leído y dicho. Más concisamente, como en su «Arte poética»: la poesía es un espejo que no nos muestra nuestra consabida cara sino que nos revela -es decir, que nos quita un velo- nuestra cara verdadera. Lo inhabitual es revelación, lo siniestro y asombroso adquiere certidumbre. Por eso poetizar es preguntar por el otro, por ese que inquietantemente me exige, en el espejo de la palabra, ser yo mismo. En 1923, el joven Borges dice que el hecho de que uno escriba y otro lea es «trivial y fortuita circunstancia». Mucho después, en 1969, otro/mismo Borges insistirá en la precoz propuesta: «La poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro».

Barroco íntimo. El poeta Borges privilegia un elemento retórico que fue proclama panfletaria en su juventud ultraísta y se torna herramienta y lugar del saber en su madurez neoclásica: la metáfora. En este ejercicio de comparación al cual se le amputa el término comparativo, produciendo un concentrado verbal que algunos llaman símbolo, aparece una fuerte querencia borgiana: el Barroco. No el obvio y culterano sino el íntimo y conceptista, el de Donne, Marvel o Shakespeare, que Borges traduce con el indispensable auxilio de Quevedo. No casualmente, en sus páginas finales, el soneto quevediano resulta ser un modelo frecuente. Pensar es metaforizar, es hacer comparaciones inesperadas y convincentes entre cosas o categorías o figuras o sonidos que andan sueltos por esa conjetura inconcebible que llamamos universo. No podemos llegar a La Palabra, escribiremos libros y libros pero nunca El Poema, nuestro verbo seguirá siendo vano e inconcluyente, pero en esa desesperada gimnasia -digámoslo borgianamente: en esa guerra- la poesía obra el modesto prodigio de obtener potencia de la imposibilidad y así nos salvamos del nihilismo que nos paraliza y establecemos la fraternidad de la lectura.

La poesía de Borges sirve como guía de forasteros y perplejos de todo su catálogo porque contiene la lista de sus temas, es decir, de sus insolubles obsesiones, el declarado peligro de su monotonía, la recurrencia de otro recurso clásico: la variación. Obsesión, en Borges, es pensar lo uno en lo otro, describir el imposible catastro universal, atrapar el tiempo que no vuelve ni tropieza (otra vez Quevedo) con la indigente palabra que vuelve y revuelve, examinar las hazañas de los héroes convertidas en ensueños y pesadillas, convivir con los fantasmas que tienen nombre y carecen de cuerpo, interrogarse acerca de la fatalidad de ser argentino.

La religión del coraje. Aquí me detengo, cuando hay que recordar que Borges es argentino. Es decir, por repetirlo: un hombre del siglo XX en un país del siglo XIX cuyo única epopeya es la guerra civil y cuya única liturgia pertenece a la religión nacional del coraje, al querer al otro para matarlo de un cuchillazo y, en el momento de la agonía, descubrir que el moribundo es el homicida, que uno muere por el otro como el otro vive por el uno. Ser argentino, para Borges, es una afirmación de identidad que funciona desde la extrañeza, tal el espejo de la poesía: pertenecer a un país de guerreros en la intimidad quieta y silente de una biblioteca donde están todos los libros de Occidente que involucran, también, la traducción de las sabidurías orientales.

No casualmente, los últimos versos de Borges aluden a Suiza, al cantón ginebrino donde fue adolescente y está por morir. Suiza, modelo del mundo, acaso algo que no es verdadero pero puede ser profético: que los hombres tomen «la extraña resolución de ser razonables», subir a la montaña del centro y aunar la razón con la fe, el discurso con la decisión. Una escena poética.