QUIM CASAS
Dirigido por...
Abel García Roure (Barcelona, 1975) ha sido ayudante de dirección de José Luis Guerín ("En construcción"), Mercedes Álvarez ("El cielo gira") e Isaki Lacuesta ("La leyenda del tiempo"). Esto forma un cierto carácter, marca un camino, traza una línea de intereses mutuos. Son tres cineastas que, partiendo de las nociones cada vez más amplias del cine documental, o de la fricción entre el estilo documental y el relato de ficción, han proporcionado miradas diversas ampliando las perspectivas para una cinematografía, la catalana, o la de producción catalana, que parece sentirse muy cómoda en los últimos años con este tipo de experimentaciones narrativas y estilísticas. A los tres directores citados deberían añadirse como mínimo (y además del fallecido Joaquín Jordá, un demiurgo tentacular para una y más generaciones) dos nombres más con larga o publicitada trayectoria, Marc Recha y Albert Serra, y el que despunta ahora en solitario, García Roure, que, de todos, es el que se acerca de una manera más clara y directa a un cierto postulado ortodoxo del documental: capturar la realidad en el día a día de varios enfermos mentales y los siquiatras, médicos y cuidadores que conviven con ellos; filmar mucho material, esperar pacientemente el momento de esa captura única e irrepetible, ganarse a los personajes filmados, ser cómplice de ellos, no vulnerarlos con la intromisión de la cámara y, finalmente, seleccionarentre todo ese ingente material que se apila en las mesas de montaje y ordenadores varios estableciendo diversos criterios emocionales, los que van de la mirada neutra del documentalista al apego afectivo hacia alguno de los individuos filmados; mirar, observar, esperar, preguntar, comprender (o intentarlo al menos), rodar, templar y montar, en definitiva, en un arduo e inquebrantable proceso de espera y descubrimiento, el mismo al que debe someterse el espectador que acepte lo que le propone una película como "Una cierta verdad".
El film abarca más o menos dos años en las vidas de estos personajes, desde el otoño de 2005 hasta el verano de 2007. La esquizofrenia o la paranoia, en distintos grados, en distintas angustias, aparece siempre en primer plano, cuando la cámara se niega a abandonar a un joven que no quiere ser encerrado y se enfrenta violentamente con los celadores, o bien al final difuso del encuadre, agazaparda tras el amago de comprensión de otro de los pacientes. García Roure sigue los vericuetos, duros y agrietados, sorprendentemente lúcidos o volátiles, de estas personas afectadas por distintos trastornos mentales, ubicando sus cámaras en las dependencias del Hospital Parc Taulí de Sabadell o en la casa de uno de los enfermos cuya conexión con el mundo real se rompe y apenas vuelve a recomponerse a través de las alucinaciones auditivas y los delirios de carácter cósmico: sus conversaciones con el siquiatra que le visita regularmente para evaluar su estado son un toma y daca permanente en el que se pone en tela de juicio las apariencias de la realidad y las leyes inflexibles de lo que se ha establecido como cordura, una batalla dialéctica nada desigual, por otro lado, entre distintas graduaciones de la lógica y de la razón. En el film se superponen esos momentos de verdad cinematográfica intangible, de una cierta verdad como prefiere decir el director, con otros que pertenecen mejor a los dominios de la ficción -una ficción que, en su colisión con las secuencias documentales, nos ofrece una lectura distinta de aquello que generalmente se ha entendido como recreación ficcionada- y algunas escenas que han sido preparadas para obtener un efecto concreto. Hay improvisación y conciencia de ser filmado, esa sensación, generalmente bella cuando atañe a este tipo de películas, de que el proceso de rodaje fue un duro dejarse llevar para llegar a la sala de montaje con todas las puertas abiertas, sin cerrar ninguna de ellas porque todas las vías son posibles y contienen más de una sorpresa: es ahí donde "Una cierta verdad" adquiere su forma, su lógica, sentido y ritmo narrativo, algo que podríamos decir del noventa por ciento de las (buenas) películas, pero que en casos como el que nos ocupa adquiere muchísimo más sentido.
El film de García Roure no es tanto un documento sobre la enfermedad mental como un ejercicio afectivo de supervivencia. La supervivencia de una determinada ética de la mirada, de la decisión -a veces forzada por las circunstancias, seguro- de filmar a uno de los personajes en plano medio largo y de abalanzarse literalmente sobre otro, de buscar complicidad de unos y permanecer en la distancia frente a otros. No es lo mismo capturar con la cámara la irremediable y nerviosa soledad de la mujer que está convencida de que otra mujer le está haciendo la vida imposible -plano medio, cámara estática, respeto desde la distancia y el silencio- que dejarse llevar, en el fondo, por los razonamientos substanciosos, aunque a veces sean equivocados, del hombre que también está convencido de que todos sus problemas están provocados por la conducta de su madre; no es lo mismo poder ver sin interferencias que filmar entre la niebla de la mente, lograr que un enfermo asuma sus debilidades y sus fracturas o tener que filmar a otro de espaldas a cámara porque ni tan sólo quiere ver su reflejo en un espejo. García Roure sostiene la mirada cuando puede hacerlo, y recula lo necesario cuando no tiene más remedio. "Una cierta verdad" está hecha de certezas y de dudas, de conquistas y de renuncias palmo a palmo de película. Y eso la convierte en una obra viva que intenta integrar a cada uno de los personajes filmados, sean pacientes o médicos, en una historia de descubrimientos permanentes, de aceptaciones y de rechazos más allá de los límites infranqueables de la cordura y la locura. La película podría haber durado una hora más o media hora menos, es posible, y ninguno de estos dos hipóteticos y distintos montajes- el realizador ha hecho varios- dejaría indiferente porque el material logrado transmite mucho más que una cierta verdad.