Textos como espacios públicos


LUIS GARCÍA MONTERO
El País




Mario Benedetti solía repetir una frase que Octavio Paz aplicó a Antonio Machado: "conciencia de la poesía y poesía de la conciencia". Su manera de contar y de cantar, su modo de perseguir una claridad ética y una música coloquial para sus versos, entroncaba con una tradición fuerte de la lírica hispana, que Mario conoció en la obra del poeta argentino Baldomero Fernández Moreno. Uno no es personal por escribir desde la nada. Al contrario, la voz personal sólo se consigue cuando alguien acierta a encontrar sus influencias adecuadas. Y eso consiguió Mario Benedetti al leer en serio a Machado, Lugones y Fernández Moreno.

La sencillez del verso de Mario invitaba a dar una imagen suya ingenua, simple, marcada por la falta de complejidad. Sin embargo, sus apuestas surgieron de un conocimiento profundo de la cultura occidental. Una de las cosas que más echaba de menos en el itinerario perpetuo de su exilio era la biblioteca que había reunido cuando trabajaba en Montevideo y dirigía el Departamento de Literatura Hispanoamericana de la Facultad de Humanidades y Ciencias. La biblioteca, de unos siete mil volúmenes, disfrutados después de 30 años de lector, le otorgaba la compañía de Martí, Rubén Darío, Vallejo, Neruda, y de Faulkner, Henry James, Kafka, Proust o Marguerite Duras.

Decía Mario que una biblioteca no es nunca la historia de la literatura universal, sino la historia privada de quien la ha ido forjando. El humanista minucioso, de formación germánica, que demostró un conocimiento real de la mejor tradición literaria a lo largo de sus numerosos ensayos, fue también el poeta que decidió apostar por una tradición. Y en sus versos, en la voz de Poemas de la oficina (1995) o de Poemas de otros (1974), intentó la misma apuesta que, cada cual a su manera y en sus tiempos, otros muchos autores españoles e hispanoamericanos, como José Hierro, Ernesto Cardenal, Juan Gelman, Ángel González, Roque Dalton, José Emilio Pacheco o Jaime Gil de Biedma. Quiso elaborar una poesía en la que el lenguaje lírico no fuese distinto al vocabulario de la sociedad.

Una de las claves de la obra lírica de Mario Benedetti fue tratar el lenguaje como un espacio público, fundar la ética literaria en el diálogo que un escritor puede establecer con sus lectores ideales. El lector es una figura elaborada por la conciencia del autor, y el diálogo con el lector está presente incluso en la soledad del trabajo. Quien reduce este diálogo al número de ejemplares vendidos desconoce la apuesta literaria profunda que hay en la consideración del texto como espacio público. Es cierto que la poesía pierde su rigor cuando desciende al populismo barato. Pero si es peligroso que el escritor se abandone al halago de las masas, más daño hace a la literatura el autor que se entrega a las fugaces elucubraciones elitistas de los críticos fascinados por el empeño de la moda.

La verdadera consecuencia del impacto de la sociedad industrial en la literatura fue la sacralización, a la contra, del texto literario y de la figura del poeta. Benedetti había estudiado este proceso, y se arriesgó a tomar postura contra él. Es verdad que hay mala poesía nacida de la simplicidad, pero en los desvanes contemporáneos ocupa más lugar la quincallería de las rupturas llamativas, los experimentalismos y los sacerdotes de la élite. La poesía de Mario Benedetti, sin embargo, consiguió entrar en la educación sentimental de muchos lectores, y supo hablarle a la gente del amor, del miedo, de la melancolía, de la soledad, sentimientos que, por fortuna, no son patrimonio de los poetas, sino de los seres humanos en general.

La canción supuso siempre un modo seguro de abrir las ventanas de la poesía para que entrara aire limpio. Los poetas buscan complicidad en la canción cuando el género huele a cerrado y está a punto de convertirse en ejercicio de arqueología lingüística. Los poemas de Mario Benedetti se acercaron paulatinamente a la canción, y su musicalidad fue un recurso más para establecer el diálogo con el lector, convocado a la imaginación de la vida cotidiana a través de la ironía, el humor, los vocabularios inventados, las asociaciones imprevistas y la tonalidad narrativa.

Algo que también le agradecieron siempre sus lectores fue la necesidad de llevar su compromiso cívico más allá de los dogmas y de las consignas. Sabía que era obligado tomar postura contra el capitalismo real, igual que contra el socialismo real. Pero lo más importante es que no perdió nunca en los debates políticos su capacidad de sentir. No permitió que las ideas se separaran de la vida, mezcló la poesía amorosa con la conciencia cívica, y supo intentar en sus poemas, lo mismo que en narraciones como La tregua (1960), una épica de los seres comunes. Los ciudadanos normales tienen las mismas ilusiones y las mismas inquietudes que los héroes, porque los héroes no son más que personas normales puestas por la historia en una situación en la que se debe demostrar la dignidad humana. De eso trataban los libros de Mario. Así fue su vida.