IKER SEISDEDOS
El País
Algo más de 30 películas en poco más de cuatro décadas. El legado aún en construcción del documentalista y pionero del cine directo Frederick Wiseman (Massachusetts, 1935) suma 90 horas de un "gran fresco norteamericano" más allá del cliché. Sus disecciones de grandes instituciones estadounidenses como la beneficencia, la seguridad social, los hospitales mentales o la industria cárnica del Medio Oeste lo han convertido en un cineasta de culto, una leyenda entre los practicantes de la no ficción y en objeto del ciclo central de Documenta Madrid. El festival mostrará en mayo algunas de sus obras, a menudo confundidas con el cinema verité, y que el propio Wiseman prefirió definir ayer en una entrevista en la Filmoteca como "cine justo con la gente, por más que suene algo pomposo". "Nunca he creído en la verdad", añadió. "No intervengo en los sujetos de mis películas. Ni he filmado movido por una ideología preconcebida. Cualquiera que hable de la verdad es un ideólogo".
Por la mañana, Wiseman, un tipo alto y poco dado a los alardes, llenó el teatro del Círculo de Bellas Artes para una clase magistral que se prolongó durante tres horas y en la que se mostró, ética y estéticamente, en las antípodas de Michael Moore. Ante una audiencia de estudiantes de cine y aficionados, casi todos de la generación joven de espectadores que, acosada por las trampas de la ficción y la sobreinformación, está haciendo vivir una edad de oro a la supuesta verdad documental, Wiseman recordó sus inicios de estudiante de Derecho metido a cineasta-"cuando la técnica empezó a permitir hablar con una cámara y un micrófono de la realidad"-. También compartió su forma de trabajo. Pocas cosas han cambiado en su modus operandi de guerrilla desde aquella lejana Titicut follies (1967), película sobre un hospital de criminales peligrosos cuyo negativo salvó de la quema in extremis y cuya exhibición estuvo prohibida por un juez durante 22 años.
Su equipo aún se compone en la última de sus películas -La danse (2009), una rara incursión en el Ballet de la Ópera de París- de un cámara, un asistente y el propio Wiseman a cargo del sonido. "Sigo acarreando la pértiga y los micrófonos", explicó. "El cine tiene mucho de deporte. Y yo aún me mantengo en forma, o quiero creer que lo hago".
Hay más constantes en su obra. Los sujetos de sus películas, ya sean científicos que experimentan con monos (Primate) o reclutas del ejército (Basic training), siempre son plurales y trabajan o viven a cargo de instituciones públicas, "de la clase que se pagan con impuestos". El rodaje se prolonga por un intervalo entre 6 y 12 semanas. El montaje del material, siempre filmado con película, nunca aún en digital ("también quiero creer que puedo seguir con esa costumbre"), le toma más o menos un año. No media gran preparación de los proyectos, el núcleo de la financiación se debe a la televisión pública estadounidense (PBS), la producción siempre corre a su cargo y Wiseman y los suyos nunca intervienen en la acción. Ni siquiera en aquella célebre secuencia de Ley y orden (1968) sobre el departamento de policía de Kansas City. En ella, la actuación de una patrulla en la detención de una prostituta deviene en un espeluznante caso de brutalidad policial. "La estaban estrangulando", recuerda Wiseman. "Y si las cosas se hubiesen puesto realmente feas, habría intervenido o me gustaría creer que lo habría hecho. Pero en principio ésa no es mi misión".
Pese a tanta distancia, su obra ha sido celebrada como uno de los más relevantes retratos de la historia del cine sobre el comportamiento humano. Las trampas de la mentira, el poder o la tiranía de la miseria se desnudan ante su lente, que parece reflejarlos en lugar de absorberlos. "Mi gran lucha ha sido siempre contra los que creen que al introducir una cámara cambia el modo en el que se conducen los sujetos filmados".
Conviene no confundir estas opiniones con las de un esforzado e ingenuo creyente en la objetividad. Wiseman es capaz de dotar de dramatismo a sus cintas, de una textura cercana a la ficción, casi al thriller, a sus largos documentales (Near death, sobre una unidad de cuidado de enfermos terminales, se lleva la palma con seis horas de duración). El cineasta se reserva en la mesa de montaje la potestad de "editar a partir de la interpretación que uno debe hacer de la realidad; el lenguaje no verbal que se establece entre los personajes y las intenciones que uno adivina de éstos".
El foco de su trabajo ha sido el causante también de ciertas confusiones. Su cine se ha empleado como un arma arrojadiza por los ideólogos antiamericanos como la quintaesencia de lo que funciona mal en EE UU. El reverso de un sueño truncado en pesadilla. "Nunca he hecho nada crítico a secas con el estilo de vida de mi país. La prueba de la grandeza democrática de América es que he rodado filmes que pudieron acabar conmigo en la cárcel y en cambio me han convertido en alguien que, si bien no gana demasiado dinero haciendo cine, se lo monta bien hablando de cine".