Kore-Eda: "Still Walking es un ajuste de cuentas con mis padres"

El director japonés Hirokazu Kore-Eda estrena en España Still Walking, gran éxito del último Festival de San Sebastián donde el director explicó a El Cultural las profundas raíces emocionales de las que surge la película


LUIS MARTÍNEZ
El Mundo




Cuenta Hirokazu Kore-Eda (Tokio, 1962) que su película, Still Walking, tiene algo de ajuste de cuentas. Con sus padres, con la generación de sus padres y consigo mismo. Lo dice sin mostrar la tranquilidad de espíritu que procuran los ejercicios de piedad y, por otro lado, sin dar la más mínima muestra de rencor por haber vomitado algo oscuro de su interior. Ni venganza ni perdón. Al fin y al cabo, como dejó escrito Borges en su cuento Episodio del enemigo: “La venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón”. También puede ser que el hieratismo desapasionado de sus declaraciones sea consecuencia de algo más vulgar. El hecho de que la conversación con el director de cine tenga lugar en el hall de un ruidoso hotel de San Sebastián con una traductora japonesa en medio amortigua, nos pongamos como nos pongamos, cualquier intento cabal de interpretación. Vamos, que no hay modo de aclararse.

En cualquier caso, problemas de comunicación Este-Oeste a un lado, Still Walking es, por encima de cualquier consideración, una grata y delicada sorpresa en la filmografía del director. Se trata de su penúltima película. La última, Air doll, se presentó en el pasado festival de Cannes en la sección Una cierta mirada (con escaso éxito, por cierto,no se puede acertar siempre). Kore-Eda es un director heterogéneo, concienzudo y riguroso. Cada una de sus películas, de Maborosi, su primer gran filme, a Nadie sabe, su trabajo más impactante, es tan diferente del anterior como, y esto es lo relevante, necesariamente idéntico.

Still Walking cuenta una sencilla reunión familiar. Entre un calor sofocante de chicharras y miradas cansadas, nietos, hijos y abuelos se encuentran alrededor de un recuerdo. Hace años, el primogénito murió ahogado. Todo discurre al ritmo desapasionado en el que, por fuerza, debe avanzar la vida. Cualquiera de ellas. El director, antes autor de una serie de deslumbrantes documentales, deja reposar la cámara ante el rostro de sus personajes con una precisión de entomólogo. Y así, sin dramas, “sin tifones” (como el propio Kore-Eda gusta decir) se desarrolla el relato trágico de unas existencias gastadas. Suena algo pomposo y no debería ser así. La película goza del raro honor de la sencillez grave, por definición el polo más alejado de la simpleza. Por momentos, privilegios de las cosas que se aproximan a la verdad, una obra maestra.

El paralelismo con Ozu

La cinta, quizá porque el patriarca del clan ejerce de médico, tarda medio segundo en la memoria de cualquier cinéfilo en ser colocada al lado de los trabajos de Yasuhiro Ozu. Como en las películas del director de Cuentos de Tokio, cada uno de los relatos que configuran la historia de la película, cada uno de los gestos, es filmado a la altura de los ojos, sin melodramas. Kore-Eda, como Ozu, no provoca la reacción del espectador, busca que fluya en el lento transcurrir de las conversaciones, las caricias, las miradas... por intrascendentes que parezcan. Se trata de dar con el clima, el estado caluroso del alma, que ayuda a la pausada, intensa y desapasionada transpiración de los sentimientos. Es así. Cursi, pero es así. El agosto nipón es despiadado. Si se quiere, Still Walking es el reverso de Cuentos de Tokio. En esta última eran los padres los que se enfrentaban al rigor urbanita de los hijos. Ahora, son éstos los que acuden a visitar a sus mayores. Paralelismos de ida y vuelta.

Sin embargo, el propio director se defiende de algo que para él resulta demasiado obvio: “Más que de Ozu, mi película está cerca de Mikio Naruse”. Y en efecto, no hay forma de resistirse a su réplica. El estilo del gigante de la cinematografía japonesa está presente en cada fotograma. Kurosawa dijo que la forma de manejarse en el melodrama de Naruse era como “un río calmado en la superficie y atravesado de remolinos en su interior”. Así es, en efecto, la propuesta de Kore-Eda. La cámara, al contrario que en Ozu, no se sitúa geométricamente frente a los personajes. El director captura las escenas en escorzo. “Eso”, dice Kore-Eda, “me permite que las escenas tengan más continuidad entre ellas. Las transiciones bruscas de Ozu entorpecen, resultan demasiado artificiales”.

Paternidades dispares

Sea como sea, queda la sensación de un flujo continuo. De Ozu a Naruse pasando por Kore-Eda. Todo el cine nipón, el grande (sólo faltaría citar a Kenji Mizoguchi), se da cita en la película. Dice el propio director que Still Walking nació de una necesidad muy personal. “En los últimos seis años, perdí a mis dos padres. Sentía que les debía algo”. Cuenta que parte de su historia está dentro de la película. “Recuerdo perfectamente un día en el que fui a tocar a mi madre y ella me rechazó. Culturalmente, el contacto físico, incluso entre madre e hijo, está prohibido”, comenta. Y, de hecho, la última escena de la película se resuelve según el dictado de ese recuerdo necesariamente íntimo. Pero la necesidad y la sensación de deuda va mucho más allá de la anécdota biográfica. Es el propio cine clásico japonés el que ejerce de padre del director. Y el hijo, claro está, se revuelve contra el peso de semejante paternidad.

La filmografía entera de Kore-Eda se alimenta de esta pulsión: rechazo y aceptación. Dos actitudes ejercidas siempre de forma apasionada. En Hana (2006), su película anterior, el director se alejaba del Japón contemporáneo para proponer una película de samuráis ambientada a principios del siglo XVIII. Eso sí, heterodoxa y voraz. En ella, la última tradición, visceral y violenta, encarnada por nombres como los de Kitano o Yamada era pulverizada en una suerte de fábula pacifista de espadas, bullicio y, aquí la novedad, cobardes. La película no es otra cosa que un sentido elogio de la cobardía. Esta vez el contestado, a la vez que asimilado, es el propio Mizoguchi con la inestimable colaboración del propio Akira Kurosawa.

Pero, y más allá de referencias clásicas, de donde realmente se alimenta el cine de Kore-Eda es del documental, del Japón a fecha de hoy. En los trabajos, casi reportajes, para televisión enaltecidos por su mirada es donde se curtió antes de dar el salto a la gran pantalla.

Borges y el perdón

En Distance (2001) hurga en la herida abierta de los familiares de los suicidas de una secta de fanáticos, y en Nadie sabe (2004) acude a las páginas de los periódicos para dar con la historia de unos niños abandonados. “En los últimos diez años, Japón ha cambiado mucho. Antes un hombre trabajaba en una empresa toda la vida. Esa era su familia. Tiempo atrás, la mayor parte de los japoneses pertenecían a la clase media. Hoy en día, las diferencias de clase se han vuelto abismales y todo se ha transformado de una manera trágica”, dice.

Kore-Eda no oculta que busca saldar deudas y, ya puestos, acercar posturas. De un lado, su propia familia, el cine clásico japonés y la imagen de la utopía del Estado del bienestar que surgió tras la Segunda Guerra Mundial; del otro, la necesidad de reformular la tradición, la sociedad fracturada y las nuevas formas de expresión. Y en medio, Kore-Eda empeñado en un necesario ajuste de cuentas. ¿Venganza o perdón del pasado? Vuelta a Borges: “La venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón”.