SRA. MOLINA
Solodelibros
La reciente muerte de Antonio Pereira hizo que me acercara por fin a la obra de uno de los cuentistas más afamados de las últimas décadas. Aunque las recopilaciones y antologías no suelen ser el mejor método para hacerse una idea cabal de las virtudes de un artista, uno se inclinó por esta selección de la editorial Cátedra para empezar a conocer a este singular escritor.
Dar cuenta en unas pocas líneas de la grandeza de estos cuentos (escritos a lo largo de un periodo de más de treinta años) es tarea imposible. Pereira es un narrador extraordinario, de una fuerza literaria sobrecogedora por su pasión: su maestría es la de los cuentistas orales tradicionales, la de aquellos antiguos trovadores que conmovían a todo un auditorio a base de genio y sabiduría. De ahí que la etiqueta de «costumbrista» (o «localista») se asocie con muchos de ellos; una etiqueta que, con ser definitoria, se queda muy corta para definir de forma conveniente los relatos de este autor.
Pereira se mueve en el relato muy breve, a veces de una o dos páginas, ya que parece tender a la concisión para afrontar la anécdota o el hecho que sirve de eje al texto. Sus cuentos tienden al final sorpresivo o inesperado, pero la importancia de las historias va más allá de la consecución de un clímax ingenioso que epate al lector. Los narradores de Pereira son siempre cómplices: buscan involucrar al que lee en la trama que se está desarrollando, y de ahí la importancia de la vertiente oral que se rastrea en casi todos ellos. El autor increpa, duda, se equivoca o miente en estos textos porque así ocurre en las historias de cada día; los relatos de Antonio Pereira se afianzan en una realidad común, quizá lejana (buena parte de ellos se enmarcan en los años sesenta y setenta, en las regiones noroccidentales españolas —León, sobre todo, pero también Galicia o Asturias—), pero de una indudable y profunda humanidad. Sus personajes son humildes, no tanto en cuanto a extracción (que también, las más de las veces), sino en cuanto a su manera de ser, a su forma de ver la vida y encarar los zarpazos del destino.
Y es que en estos cuentos hay frustración y entereza, pero también mucho humor; un elemento que, junto con ciertas dosis de sensualidad (se hace hincapié en el prólogo en el erotismo, aunque quizá sea exagerado el uso del término), es una seña característica del estilo del escritor leonés. Ese humor, esa ironía que actúa como escudo entre los personajes —o, en ocasiones, el propio narrador— y las circunstancias, moldea su visión del mundo y permite al lector adentrarse en un universo que muchas veces es hostil, pero al que se hace frente con templanza. Los relatos de Pereira muestran situaciones adversas (la muerte, en “Obdulia, un cuento cruel”; la huida del hogar, en “El atestado”; la posguerra, en “La pernocta del general”), pero en la mayoría de las ocasiones esa desdicha se dulcifica gracias a la socarronería, a la astucia o a la inventiva. Al igual que se utiliza la oralidad como recurso formal para dotar de inmediatez al relato, también el ingenio se usa para quebrantar un orden, para romper las reglas y hacer que un personaje triunfe por encima de cualquier circunstancia, siquiera ante sí mismo. Las narraciones de Antonio Pereira hurgan en lo cotidiano, sea nauseabundo o placentero, y la nobleza de sus personajes hace de esa prospección un camino hacia la sabiduría.
En Recuento de invenciones, como decía, se agrupan relatos de muy diferente hechura y escritos a lo largo de un gran periodo de tiempo, por lo que los estilos son variopintos; no obstante, la huella de Pereira es ostensible y única: su lenguaje es florido, pero sencillo. En alguna colección (El ingeniero Balboa y otras historias civiles) se adivina cierta experimentación, pero en general la forma es mesurada, sus narradores son cercanos y socarrones, con preeminencia de los elementos orales o metanarrativos y establecen unos vínculos fuertes con el lector a fuerza de interpelaciones y de referencias al proceso de escritura («A Truman Capote llegué a conocerlo a tiempo, y para mí sus historias son ahora lo que son y además “otra cosa”»; «Esta historia podría escribirla un novelista o servir para una película»). Esa afabilidad, esa complicidad hace de los relatos una experiencia única: a los retratos sociales y humanos que hace Pereira hay que unir la sensación perenne de que nos habla exclusivamente a nosotros, de que el receptor ideal de su historia es el lector que tiene su libro entre las manos.
Como comenté al principio, es casi imposible abarcar la obra de Antonio Pereira en tan pocas líneas. Lo mejor, no lo duden, es dejarse introducir en su especial y emocionante literatura y empaparse con ella. Y disfrutar.
Dar cuenta en unas pocas líneas de la grandeza de estos cuentos (escritos a lo largo de un periodo de más de treinta años) es tarea imposible. Pereira es un narrador extraordinario, de una fuerza literaria sobrecogedora por su pasión: su maestría es la de los cuentistas orales tradicionales, la de aquellos antiguos trovadores que conmovían a todo un auditorio a base de genio y sabiduría. De ahí que la etiqueta de «costumbrista» (o «localista») se asocie con muchos de ellos; una etiqueta que, con ser definitoria, se queda muy corta para definir de forma conveniente los relatos de este autor.
Pereira se mueve en el relato muy breve, a veces de una o dos páginas, ya que parece tender a la concisión para afrontar la anécdota o el hecho que sirve de eje al texto. Sus cuentos tienden al final sorpresivo o inesperado, pero la importancia de las historias va más allá de la consecución de un clímax ingenioso que epate al lector. Los narradores de Pereira son siempre cómplices: buscan involucrar al que lee en la trama que se está desarrollando, y de ahí la importancia de la vertiente oral que se rastrea en casi todos ellos. El autor increpa, duda, se equivoca o miente en estos textos porque así ocurre en las historias de cada día; los relatos de Antonio Pereira se afianzan en una realidad común, quizá lejana (buena parte de ellos se enmarcan en los años sesenta y setenta, en las regiones noroccidentales españolas —León, sobre todo, pero también Galicia o Asturias—), pero de una indudable y profunda humanidad. Sus personajes son humildes, no tanto en cuanto a extracción (que también, las más de las veces), sino en cuanto a su manera de ser, a su forma de ver la vida y encarar los zarpazos del destino.
Y es que en estos cuentos hay frustración y entereza, pero también mucho humor; un elemento que, junto con ciertas dosis de sensualidad (se hace hincapié en el prólogo en el erotismo, aunque quizá sea exagerado el uso del término), es una seña característica del estilo del escritor leonés. Ese humor, esa ironía que actúa como escudo entre los personajes —o, en ocasiones, el propio narrador— y las circunstancias, moldea su visión del mundo y permite al lector adentrarse en un universo que muchas veces es hostil, pero al que se hace frente con templanza. Los relatos de Pereira muestran situaciones adversas (la muerte, en “Obdulia, un cuento cruel”; la huida del hogar, en “El atestado”; la posguerra, en “La pernocta del general”), pero en la mayoría de las ocasiones esa desdicha se dulcifica gracias a la socarronería, a la astucia o a la inventiva. Al igual que se utiliza la oralidad como recurso formal para dotar de inmediatez al relato, también el ingenio se usa para quebrantar un orden, para romper las reglas y hacer que un personaje triunfe por encima de cualquier circunstancia, siquiera ante sí mismo. Las narraciones de Antonio Pereira hurgan en lo cotidiano, sea nauseabundo o placentero, y la nobleza de sus personajes hace de esa prospección un camino hacia la sabiduría.
En Recuento de invenciones, como decía, se agrupan relatos de muy diferente hechura y escritos a lo largo de un gran periodo de tiempo, por lo que los estilos son variopintos; no obstante, la huella de Pereira es ostensible y única: su lenguaje es florido, pero sencillo. En alguna colección (El ingeniero Balboa y otras historias civiles) se adivina cierta experimentación, pero en general la forma es mesurada, sus narradores son cercanos y socarrones, con preeminencia de los elementos orales o metanarrativos y establecen unos vínculos fuertes con el lector a fuerza de interpelaciones y de referencias al proceso de escritura («A Truman Capote llegué a conocerlo a tiempo, y para mí sus historias son ahora lo que son y además “otra cosa”»; «Esta historia podría escribirla un novelista o servir para una película»). Esa afabilidad, esa complicidad hace de los relatos una experiencia única: a los retratos sociales y humanos que hace Pereira hay que unir la sensación perenne de que nos habla exclusivamente a nosotros, de que el receptor ideal de su historia es el lector que tiene su libro entre las manos.
Como comenté al principio, es casi imposible abarcar la obra de Antonio Pereira en tan pocas líneas. Lo mejor, no lo duden, es dejarse introducir en su especial y emocionante literatura y empaparse con ella. Y disfrutar.