Entrevista publicada el 9 de Febrero del 2009
RUBÉN AMON
El Mundo
Eric Rohmer (Corrèze, 1920) custodia la memoria de la Nouvelle vague entre las paredes de su cálido apartamento parisino. Fue teórico del movimiento y exponente práctico. De hecho, el filme de Le signe du lion pertenece a la temporada fundacional de la nueva ola (1959). Medio siglo después, el maestro sostiene que su cine no ha perdido el espíritu, ni la frescura, ni la naturalidad de la corriente. Los achaques físicos y los males de espalda le han alejado «definitivamente» de los rodajes -estrenó Los amores de Astrée y Celadón en 2007-, pero Eric Rohmer conserva la lucidez, la amenidad y la ironía sana de siempre.
Pregunta.- ¿Eran conscientes ustedes de que en 1959 se estaba forjando una corriente cinematográfica tan sólida e influyente?
Respuesta.- En absoluto. De hecho, era muy difícil entonces establecer la distancia entre el profesionalismo y el amateurismo. Salíamos a la calle con la cámara, pero nos resultaba un poco temerario llamarnos a nosotros mismos realizadores o directores de cine.Es cierto que aportábamos mucha pasión y los autores consagrados de entonces nos miraban con recelo. Temían que pudiera precipitarse un relevo generacional, un recambio. Y quien más temores les infundió fue Claude Chabrol, puesto que el éxito de Le beau Serge mostró que se estaba haciendo un cine nuevo. El propio Chabrol se convirtió en productor de nuestras películas. No es que hubiera grandes presupuestos, pero podíamos acceder a una distribución.
P.- ¿Y cómo ve medio siglo después el movimiento?
R.- Yo le he sido siempre fiel. He pretendido que mi cine se desarrollara por las coordenadas y los principios que teorizamos y practicamos entonces. Al cine le hacía falta airearse. Literalmente.Quiero decir que los estudios y los platós lo estaban asfixiando.Las películas de Godard, de Truffaut, de Rivette y las mías descubrían París, o mostraban el campo. Se detenían en una cotidianidad y en una espontaneidad que habían sido descuidadas por las grandes producciones. Creo que también adquirimos entonces una implicación enorme con nuestras películas. Que fueran de autor significaba que las dirigíamos, que las escribíamos, que escogíamos los actores, que nos buscábamos la vida para financiarlas. Era una visión del cine menos industrial. Era un ejercicio de responsabilidad.
P.- ¿En qué sentido es todavía un cineasta de la Nouvelle vague?
R.- En la vigencia de todos estos presupuestos. Mi colega Chabrol se fue alejando de ellos. Y, naturalmente, la muerte de Truffaut y el distanciamiento de Godard contribuyeron a la descomposición de la Nouvelle vague. El nombre de la corriente no alude exactamente a una generación, sino a un modo de hacer cine. Quiero decir que había entonces otros grandes cineastas modernos y avanzados, como Alain Resnais, que no se identificaron con la corriente.Es un error ver en la Nouvelle vague un dogmatismo o una religión.
P.- Lo que sí hubo fue una identificación política. Especialmente con mayo del 68. La chinoise, de Godard, se considera un antecedente cinematográfico del movimiento político social. También Trufautt, que rodaba Besos robados, salió a las calles para manifestarse y fimar los disturbios callejeros.
R.- No había razones cinematográficas que justificaran una relación directa entre la Nouvelle vague y el mayo del 68. Pero es cierto que algunos cineastas aprovecharon la inercia política para reivindicarse y hacerse notar. Comenzaban a temer que la energía de la ola se hubiera agotado. De modo que mayo del 68 fue una especie de resaca.
P.- Calentado, además, por el escándalo Langlois. André Malraux, ministro de Cultura, depuró al director de la cinemateca. Y llegó a suspenderse el Festival de Cannes como gesto de rebelión.
R.- Mi impresión es que se produjo una amalgama. La destitución de Langlois era significativa porque demostraba hasta qué extremo el Estado controlaba la industria del cine y pretendía condicionarla.Al mismo tiempo, empezaron a arrojarse ideas extravagantes. Chabrol decía, y creo que con más socarronería que convencimiento, que el cine debía ser gratis. Se notaba el influjo de un cierto maoísmo de salón. Y tengo la impresión de que la politización del cine fue exagerada. Recuerdo, por ejemplo, que era imposible encontrar una sola crítica cinematográfica en Le cahiers du cinema. Y cuando aparecía era para elogiar un documental sobre el congreso del partido comunista.
P.- ¿Qué tal ha envejecido la Nouvelle vague?
R.- Puedo responder la pregunta porque he visto recientemente muchas películas de aquella época. Creo que tiene plena vigencia, que no se ha apolillado. El cine de Chabrol, de Godard, de Rivette, de Truffaut puede verse hoy con la misma frescura e inmediatez que entonces. Es una manera de respirar, de tomar aire, de concluir que unos y otros aportamos la renovación del cine francés. Por actitud, por lenguaje.
P.- Su última aportación se estrenó hace dos años. Los amores de Astrée y Celadón. ¿Se ve con fuerzas de seguir dirigiendo?
R.- Mi impresión es que no voy a hacer más películas. Me condicionan mucho mis limitaciones físicas. Yo soy un director que necesita emplearse, sudar en los rodajes. Y si no puedo hacerlo, prefiero quedarme en casa. Aunque me impresiona el ejemplo de Manoel de Oliveira.
Pregunta.- ¿Eran conscientes ustedes de que en 1959 se estaba forjando una corriente cinematográfica tan sólida e influyente?
Respuesta.- En absoluto. De hecho, era muy difícil entonces establecer la distancia entre el profesionalismo y el amateurismo. Salíamos a la calle con la cámara, pero nos resultaba un poco temerario llamarnos a nosotros mismos realizadores o directores de cine.Es cierto que aportábamos mucha pasión y los autores consagrados de entonces nos miraban con recelo. Temían que pudiera precipitarse un relevo generacional, un recambio. Y quien más temores les infundió fue Claude Chabrol, puesto que el éxito de Le beau Serge mostró que se estaba haciendo un cine nuevo. El propio Chabrol se convirtió en productor de nuestras películas. No es que hubiera grandes presupuestos, pero podíamos acceder a una distribución.
P.- ¿Y cómo ve medio siglo después el movimiento?
R.- Yo le he sido siempre fiel. He pretendido que mi cine se desarrollara por las coordenadas y los principios que teorizamos y practicamos entonces. Al cine le hacía falta airearse. Literalmente.Quiero decir que los estudios y los platós lo estaban asfixiando.Las películas de Godard, de Truffaut, de Rivette y las mías descubrían París, o mostraban el campo. Se detenían en una cotidianidad y en una espontaneidad que habían sido descuidadas por las grandes producciones. Creo que también adquirimos entonces una implicación enorme con nuestras películas. Que fueran de autor significaba que las dirigíamos, que las escribíamos, que escogíamos los actores, que nos buscábamos la vida para financiarlas. Era una visión del cine menos industrial. Era un ejercicio de responsabilidad.
P.- ¿En qué sentido es todavía un cineasta de la Nouvelle vague?
R.- En la vigencia de todos estos presupuestos. Mi colega Chabrol se fue alejando de ellos. Y, naturalmente, la muerte de Truffaut y el distanciamiento de Godard contribuyeron a la descomposición de la Nouvelle vague. El nombre de la corriente no alude exactamente a una generación, sino a un modo de hacer cine. Quiero decir que había entonces otros grandes cineastas modernos y avanzados, como Alain Resnais, que no se identificaron con la corriente.Es un error ver en la Nouvelle vague un dogmatismo o una religión.
P.- Lo que sí hubo fue una identificación política. Especialmente con mayo del 68. La chinoise, de Godard, se considera un antecedente cinematográfico del movimiento político social. También Trufautt, que rodaba Besos robados, salió a las calles para manifestarse y fimar los disturbios callejeros.
R.- No había razones cinematográficas que justificaran una relación directa entre la Nouvelle vague y el mayo del 68. Pero es cierto que algunos cineastas aprovecharon la inercia política para reivindicarse y hacerse notar. Comenzaban a temer que la energía de la ola se hubiera agotado. De modo que mayo del 68 fue una especie de resaca.
P.- Calentado, además, por el escándalo Langlois. André Malraux, ministro de Cultura, depuró al director de la cinemateca. Y llegó a suspenderse el Festival de Cannes como gesto de rebelión.
R.- Mi impresión es que se produjo una amalgama. La destitución de Langlois era significativa porque demostraba hasta qué extremo el Estado controlaba la industria del cine y pretendía condicionarla.Al mismo tiempo, empezaron a arrojarse ideas extravagantes. Chabrol decía, y creo que con más socarronería que convencimiento, que el cine debía ser gratis. Se notaba el influjo de un cierto maoísmo de salón. Y tengo la impresión de que la politización del cine fue exagerada. Recuerdo, por ejemplo, que era imposible encontrar una sola crítica cinematográfica en Le cahiers du cinema. Y cuando aparecía era para elogiar un documental sobre el congreso del partido comunista.
P.- ¿Qué tal ha envejecido la Nouvelle vague?
R.- Puedo responder la pregunta porque he visto recientemente muchas películas de aquella época. Creo que tiene plena vigencia, que no se ha apolillado. El cine de Chabrol, de Godard, de Rivette, de Truffaut puede verse hoy con la misma frescura e inmediatez que entonces. Es una manera de respirar, de tomar aire, de concluir que unos y otros aportamos la renovación del cine francés. Por actitud, por lenguaje.
P.- Su última aportación se estrenó hace dos años. Los amores de Astrée y Celadón. ¿Se ve con fuerzas de seguir dirigiendo?
R.- Mi impresión es que no voy a hacer más películas. Me condicionan mucho mis limitaciones físicas. Yo soy un director que necesita emplearse, sudar en los rodajes. Y si no puedo hacerlo, prefiero quedarme en casa. Aunque me impresiona el ejemplo de Manoel de Oliveira.