FERNANDO NAVARRO
Efe Eme
–Walter Brennan: “¿De dónde viene, forastero?”
–Gary Cooper: “De ningún sitio en particular”.
–W.B.: “¿Y a dónde se dirige?”
–G.C.: “A ningún sitio en particular. Todos los sitios son buenos para pasar de largo”.
“El forastero” (”The Westerner”, 1940), dirigida por William Wyler.
La historia del rock y el negocio discográfico siempre han tenido algo de Salvaje Oeste. Las leyendas y los hechos se recogen por igual en el imaginario colectivo, mientras músicos y ejecutivos del sector pelean por imponer su visión del asunto: Los primeros, aunque no siempre todos, por defender su obra y los segundos, siempre todos, por rentabilizar el producto. Unos buscan perdurar con sus canciones, otros hacer crecer la lista de ceros en el imperio que marca la ley del mercado. Como si del Salvaje Oeste se tratase, es una disputa, a veces más visible a veces menos, entre forajidos y hombres de ley.
El periodista Gregorio Doval en su entretenido libro “Breve Historia del Salvaje Oeste” define este mundo de forajidos, que sacudió a Norteamérica en la segunda mitad del siglo XIX, como “una amalgama de gente autoconfiada, pero también ingenua; ignorante, pero audaz y creativa; generosa, pero egoísta y terca; honrada, pero indulgente; amante del humor campechano, pero con malas pulgas para aguantarlo en primera persona; violenta y misántropa, pero hospitalaria…; en una palabra, contradictorio”.
Extrapolado a la música, la definición es más que acertada, porque el mundo de los forajidos del rock también es, en una palabra, contradictorio. La industria casi nunca entendió a este tipo de buscavidas del alambre a pesar de su magna obra. Músicos que hoy perviven con aura de legendarios pero que en su vida terrenal se las han visto y se las han deseado para salir adelante con su guitarra y sus canciones. O, incluso, igual de contradictorio, artistas del trazado emocional con un par de acordes pero, como el protagonista que inaugura esta sección, se fueron al otro barrio por la puerta de atrás, sin afinidad con este mundo, pese al éxito, y sin más honor que el dolor masticado.
Hank Williams es un auténtico forajido de la música popular, que murió de sobredosis de sedantes en 1953 y hoy, en esta sección, disputa con las decenas de recopilatorios que le recuerdan el dar a conocer el verdadero motor de su existencia: la pena. Uno de los primeros proscritos de una lista que no suma hits sino canciones cortantes, que dejan sin respiración, que desafían al oyente. Reconocido actualmente por expertos y musicólogos como padre del country, aunque el honky tonk lo representó como nadie, es el primer forajido a reivindicar en esta sección.
Un hombre que sobrevivía al margen de la ley, que no es otra que la norma que marca el negocio discográfico para imponer su éxito. No era producto de nada ni nadie, y a diferencia de tantos compuso canciones que disparaban siempre hacia la diana del corazón. Posiblemente, junto con Jimmy Rodgers, fue la figura blanca más importante para llevar la tradición negra americana del blues y la herencia sonora india del cajun a la poderosa audiencia blanca a principios del siglo XX. Y, sin embargo, era un marginado dando rienda suelta a su espíritu dañado y degradado en un país que se regía por aires de grandeza.
A principios del siglo XIX, hubo un eslogan que marcó el proceso de expansionismo del pueblo norteamericano hacia el Oeste. Como asegura Juan José Fernández Alonso en su libro “Los Estados Unidos de América: Historia y Cultura”, el “Manifest Destiny” (Destino Manifiesto) justificó la supremacía de EEUU en múltiples campos –político, económico, cultural– durante la expansión territorial americana. El concepto aglutinaba idealismo y realismo con el fin de dar razones para la superioridad del colonialismo blanco sobre las nuevas tierras, donde los indios fueron literalmente engañados y maltratados y los negros esclavizados. Apenas cien años después, el gran hombre blanco, protagonista de la conquista del West, mantenía su privilegiado estatus pero, en las postrimerías de ese horizonte, el Oeste y el Sur, la América profunda, estaban poblados de ciudadanos blancos de baja condición, pobres y paletos, personajes de segunda, que compartían con indios y negros su precaria perspectiva de futuro. Era el envés del “Manifest Destiny”. Del Destino Manifiesto, amparado por la Providencia, se pasaba a la vida perra de un hombre blanco que nacía y vivía en pueblos del desierto americano o en parajes de carreteras secundarias, con una existencia errante, sin ninguna bendición, y conocido por sus iguales como “white trash” (basura blanca).
Hank Williams, nacido en un pueblo de Alabama, nunca se pudo librar de ser un fiel representante de “white trash”, tampoco de su alcoholismo y sus dolores de espalda por una enfermedad que arrastraba desde niño. Malvivió entre unas cosas y otras y puso música a esos sentimientos de desamparo y redención a través de una buena resaca y un par de canciones. A los 16 años, viviendo en Montgomery, dejó el colegio y se dedicó a la música. Empezaba a hacer apariciones en las radios locales con una buena acogida entre la audiencia. A fin de cuentas, sus lamentos eran compartidos por muchos. Y a partir de ahí, formó los Drifting Cowboys y se convirtió en un tipo respetado en el circuito de Nashville.
Desde entonces, dos personas marcaron su camino: Audrey Mae Sheppard, su esposa, una mujer de Alabama bastante harpía que sin ningún talento siempre quiso ser cantante y le machacó con continuos chantajes emocionales, y Fred Rose, reputado editor musical de hillbilly que lanzó su carrera hasta el punto de convertirle en una estrella de la música country y pasar por alto muchas de sus antológicas borracheras. De alguna manera, ambos representaban los dos picos de su vida, la distancia entre lo que le daba uno y le quitaba el otro representaba el tiovivo sentimental y existencial del músico.
Su country hiriente era de un certero lenguaje costumbrista, que por eso adquiere una categoría casi sobrenatural en la cinta de Peter Bogdanovich, “La última película” (”The Last Picture Show”, 1971), donde el blanco y negro recorre un sombrío y lírico quehacer de un pueblo de Texas. De las decenas de grabaciones que registró, ‘Lovesick blues’, ‘You’re gonna change’, ‘Why don’t you love me’ o ‘Cold, cold heart’ muestran con clarividencia su preocupación por la moralidad y el entorno desolador de su día a día, sin un amor verdadero, con dolores crecientes y sin ningún horizonte por el que guiarse. Por todo ello, el respetado programa radiofónico “Gran Ole Opry”, que retransmitía en directo desde Nashville, le consideraba un grande de la composición. ‘Lovesick blues’ era una especie de evento místico para el oyente solitario en la noche.
Hank Williams parecía dirigirse por el buen camino artístico pero, tal y como demostraba desde hacía muchos años, la vida era demasiado para él. Cada día más dependiente de los calmantes y con el hígado más machacado por el alcohol, a los 29 años, el 1 de enero de 1953, apareció muerto por sobredosis en la parte de atrás de un Cadillac cuando se dirigía a un concierto. El destino quiso que a los cuatro días naciera su hija.
Moría proscrito. Ciertamente, no estaba llamado por la gracia, nunca recogería un premio. Lo suyo era dejar constancia de que había estado allí, en mitad de un día cualquiera, con su poesía cotidiana, que se cuela en los surcos del espíritu como la llovizna en pleno invierno. Muchos le reivindicarían a partir de entonces, desde Jerry Lee Lewis y Elvis Presley hasta músicos y bandas de nuestros días. Tras su temprana muerte, Hank Williams había enseñado lo que era cargar con la pena, lamentarse por la vida pero siempre con una tremenda dignidad.
–Gary Cooper: “De ningún sitio en particular”.
–W.B.: “¿Y a dónde se dirige?”
–G.C.: “A ningún sitio en particular. Todos los sitios son buenos para pasar de largo”.
“El forastero” (”The Westerner”, 1940), dirigida por William Wyler.
La historia del rock y el negocio discográfico siempre han tenido algo de Salvaje Oeste. Las leyendas y los hechos se recogen por igual en el imaginario colectivo, mientras músicos y ejecutivos del sector pelean por imponer su visión del asunto: Los primeros, aunque no siempre todos, por defender su obra y los segundos, siempre todos, por rentabilizar el producto. Unos buscan perdurar con sus canciones, otros hacer crecer la lista de ceros en el imperio que marca la ley del mercado. Como si del Salvaje Oeste se tratase, es una disputa, a veces más visible a veces menos, entre forajidos y hombres de ley.
El periodista Gregorio Doval en su entretenido libro “Breve Historia del Salvaje Oeste” define este mundo de forajidos, que sacudió a Norteamérica en la segunda mitad del siglo XIX, como “una amalgama de gente autoconfiada, pero también ingenua; ignorante, pero audaz y creativa; generosa, pero egoísta y terca; honrada, pero indulgente; amante del humor campechano, pero con malas pulgas para aguantarlo en primera persona; violenta y misántropa, pero hospitalaria…; en una palabra, contradictorio”.
Extrapolado a la música, la definición es más que acertada, porque el mundo de los forajidos del rock también es, en una palabra, contradictorio. La industria casi nunca entendió a este tipo de buscavidas del alambre a pesar de su magna obra. Músicos que hoy perviven con aura de legendarios pero que en su vida terrenal se las han visto y se las han deseado para salir adelante con su guitarra y sus canciones. O, incluso, igual de contradictorio, artistas del trazado emocional con un par de acordes pero, como el protagonista que inaugura esta sección, se fueron al otro barrio por la puerta de atrás, sin afinidad con este mundo, pese al éxito, y sin más honor que el dolor masticado.
Hank Williams es un auténtico forajido de la música popular, que murió de sobredosis de sedantes en 1953 y hoy, en esta sección, disputa con las decenas de recopilatorios que le recuerdan el dar a conocer el verdadero motor de su existencia: la pena. Uno de los primeros proscritos de una lista que no suma hits sino canciones cortantes, que dejan sin respiración, que desafían al oyente. Reconocido actualmente por expertos y musicólogos como padre del country, aunque el honky tonk lo representó como nadie, es el primer forajido a reivindicar en esta sección.
Un hombre que sobrevivía al margen de la ley, que no es otra que la norma que marca el negocio discográfico para imponer su éxito. No era producto de nada ni nadie, y a diferencia de tantos compuso canciones que disparaban siempre hacia la diana del corazón. Posiblemente, junto con Jimmy Rodgers, fue la figura blanca más importante para llevar la tradición negra americana del blues y la herencia sonora india del cajun a la poderosa audiencia blanca a principios del siglo XX. Y, sin embargo, era un marginado dando rienda suelta a su espíritu dañado y degradado en un país que se regía por aires de grandeza.
A principios del siglo XIX, hubo un eslogan que marcó el proceso de expansionismo del pueblo norteamericano hacia el Oeste. Como asegura Juan José Fernández Alonso en su libro “Los Estados Unidos de América: Historia y Cultura”, el “Manifest Destiny” (Destino Manifiesto) justificó la supremacía de EEUU en múltiples campos –político, económico, cultural– durante la expansión territorial americana. El concepto aglutinaba idealismo y realismo con el fin de dar razones para la superioridad del colonialismo blanco sobre las nuevas tierras, donde los indios fueron literalmente engañados y maltratados y los negros esclavizados. Apenas cien años después, el gran hombre blanco, protagonista de la conquista del West, mantenía su privilegiado estatus pero, en las postrimerías de ese horizonte, el Oeste y el Sur, la América profunda, estaban poblados de ciudadanos blancos de baja condición, pobres y paletos, personajes de segunda, que compartían con indios y negros su precaria perspectiva de futuro. Era el envés del “Manifest Destiny”. Del Destino Manifiesto, amparado por la Providencia, se pasaba a la vida perra de un hombre blanco que nacía y vivía en pueblos del desierto americano o en parajes de carreteras secundarias, con una existencia errante, sin ninguna bendición, y conocido por sus iguales como “white trash” (basura blanca).
Hank Williams, nacido en un pueblo de Alabama, nunca se pudo librar de ser un fiel representante de “white trash”, tampoco de su alcoholismo y sus dolores de espalda por una enfermedad que arrastraba desde niño. Malvivió entre unas cosas y otras y puso música a esos sentimientos de desamparo y redención a través de una buena resaca y un par de canciones. A los 16 años, viviendo en Montgomery, dejó el colegio y se dedicó a la música. Empezaba a hacer apariciones en las radios locales con una buena acogida entre la audiencia. A fin de cuentas, sus lamentos eran compartidos por muchos. Y a partir de ahí, formó los Drifting Cowboys y se convirtió en un tipo respetado en el circuito de Nashville.
Desde entonces, dos personas marcaron su camino: Audrey Mae Sheppard, su esposa, una mujer de Alabama bastante harpía que sin ningún talento siempre quiso ser cantante y le machacó con continuos chantajes emocionales, y Fred Rose, reputado editor musical de hillbilly que lanzó su carrera hasta el punto de convertirle en una estrella de la música country y pasar por alto muchas de sus antológicas borracheras. De alguna manera, ambos representaban los dos picos de su vida, la distancia entre lo que le daba uno y le quitaba el otro representaba el tiovivo sentimental y existencial del músico.
Su country hiriente era de un certero lenguaje costumbrista, que por eso adquiere una categoría casi sobrenatural en la cinta de Peter Bogdanovich, “La última película” (”The Last Picture Show”, 1971), donde el blanco y negro recorre un sombrío y lírico quehacer de un pueblo de Texas. De las decenas de grabaciones que registró, ‘Lovesick blues’, ‘You’re gonna change’, ‘Why don’t you love me’ o ‘Cold, cold heart’ muestran con clarividencia su preocupación por la moralidad y el entorno desolador de su día a día, sin un amor verdadero, con dolores crecientes y sin ningún horizonte por el que guiarse. Por todo ello, el respetado programa radiofónico “Gran Ole Opry”, que retransmitía en directo desde Nashville, le consideraba un grande de la composición. ‘Lovesick blues’ era una especie de evento místico para el oyente solitario en la noche.
Hank Williams parecía dirigirse por el buen camino artístico pero, tal y como demostraba desde hacía muchos años, la vida era demasiado para él. Cada día más dependiente de los calmantes y con el hígado más machacado por el alcohol, a los 29 años, el 1 de enero de 1953, apareció muerto por sobredosis en la parte de atrás de un Cadillac cuando se dirigía a un concierto. El destino quiso que a los cuatro días naciera su hija.
Moría proscrito. Ciertamente, no estaba llamado por la gracia, nunca recogería un premio. Lo suyo era dejar constancia de que había estado allí, en mitad de un día cualquiera, con su poesía cotidiana, que se cuela en los surcos del espíritu como la llovizna en pleno invierno. Muchos le reivindicarían a partir de entonces, desde Jerry Lee Lewis y Elvis Presley hasta músicos y bandas de nuestros días. Tras su temprana muerte, Hank Williams había enseñado lo que era cargar con la pena, lamentarse por la vida pero siempre con una tremenda dignidad.