La editorial La otra orilla recupera una colección de ensayos personales y crónicas del escritor estadounidense –compañero de generación de Mailer, Capote y Salinger– en los que ataca con destreza el puritanismo hipócrita de su país
PEIO H. RIAÑO
Público
En el sótano de un edificio de piedra arenisca en la parte alta de Lexington Avenue, Nueva York, se pergeñaban bajo la terrible tempestad de nieve de 1947 las primeras páginas de una de las carreras más brillantes de la narrativa norteamericana contemporánea. William Styron tenía entonces 23 años de edad y le acababan de despedir de su trabajo como editor de McGraw Hill Book Company. Encerrado, sin dinero y sin poder salir escribió las páginas “con pasión y con la seguridad incomparable de la juventud”.
Styron recordaba 47 años después, en un discurso pronunciado en la biblioteca pública del condado de Marion (Indianápolis), que cuando terminó la tempestad ya tenía tantas páginas escritas como un deseo ardiente de verlas ampliadas hasta formar parte de una novela “con todas las de la ley”.
Eran otros tiempos. Al poco de finalizar la Segunda Guerra Mundial la nueva generación de escritores norteamericanos se creía los reyes del mambo, con un aura reverente y adoradora. El primero que alcanzó el éxito entre los recién llegados fue Truman Capote, con Otras voces, otros ámbitos (1948). Luego llegó Los desnudos y los muertos (1948), de Norman Mailer. Después apareció De aquí a la eternidad escrita por James Jones en 1951, a la que rápidamente siguió El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger.
La cosecha de novelas extraordinarias la cerró Tendidos en la oscuridad, primera novela de William Styron, publicada también en 1951, cuatro años después de empezarla a escribir en aquel sótano neoyorquino. Con ese libro sería descubierto para los restos como deudor irreversible de la obra de William Faulkner, pero con todos los tintes propios del sambenito del escritor sureño: la convicción de que el ser humano es, ante todo, una criatura abundante en tragedia por permanecer expuesto al infortunio sin protección.
Los mojigatos cincuenta
Contaba Styron en un discurso ante los vecinos del condado de Marion que EEUU, a principios de los cincuenta, era un lugar sembrado de mojigatos y cocido en el caldo rancio del puritanismo más hipócrita. El país empezaba a despertar a la modernidad y el autor lo recuerda como un período decisivo en la evolución de la literatura estadounidense.
Recuerda el escritor que en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial se materializó un profundo cambio social que permitía a los escritores expresarse con mayor libertad, “especialmente en el uso de la lengua vernácula y en asuntos de sexo”.
Pero recalca que fue un proceso gradual y no repentino, porque con la publicación de la novela Los desnudos y los muertos, Mailer tuvo que mirar a la cara a la censura: “Se vio obligado a utilizar, para referirse al vulgarismo común que describe la relación sexual, no la palabra malsonante de cuatro letras fuck, sino un epíteto abreviado de tres letras: fug”.
El pobre Mailer se cruzó con una vieja actriz porno que le espetó: “Oh, tú eres el escritor que no sabe cómo se escribe fuck”, tal y como cuenta Styron y se recoge en el libro Habanos en Camelot, que acaba de publicar la editorial La otra orilla, con algunos de sus ensayos y crónicas personales inéditas y escogidos por él mismo antes de fallecer en el año 2006.
El propio Styron recibió recortes y cambios en el manuscrito de Tendidos en la oscuridad a punto de publicarse. Sugerían eliminar la palabra “culo” y cambiarla por “trasero”; la expresión “la palpó” era demasiado sugerente para la editorial; y en el colmo del absurdo, aceptaron “grandes tetas”, siempre que a cambio revisara el trozo sobre “la bragueta abierta”.
“Esto demuestra que, a mediados de siglo [XX], todavía había en determinadas zonas de América un punto de vista sobre la libertad de expresión que estaba severamente sometido a los criterios del siglo XIX y a un puritanismo que ahora parece tan arcaico que es casi conmovedor”, escribió.
A lo largo de este recorrido elegido, el Styron más interesante es el que ataca a la sociedad en la que le ha tocado vivir y con la que ha tenido que romper. No hay que olvidar que fue nieto de un amo de esclavos en Virginia y que escribió una de las novelas más provocadoras contra la esclavitud (Las confesiones de Nat Turner, 1967; premio Pulitzer en 1968) en uno de los momentos más álgidos de la lucha por los derechos civiles, algo que fue interpretado por parte de los activistas negros e intelectuales progresistas de ambas comunidades, negra y blanca, como un ataque a la dignidad. Era un agravio imperdonable que un blanco sureño se apropiara del relato de la historia que su familia había provocado.
Saldar deudas
El menos interesante de los Styron que asoman en estas 14 crónicas es el del autor que escribe para saldar deudas con la valía de coetáneos como Truman Capote. Para el creador de A sangre fría despliega una panoplia de virtudes que le halagan haciendo una clara referencia a sus propios intereses literarios: “Es perspicaz, ferozmente antisentimental, pero saturado de una poderosa compasión, exhibe lo mejor de su talento: el lirismo grave y contenido, la extraña penetración del carácter, y esa cualidad que nunca se ha percibido como la fuerza que anima parte de su obra: un sentido trágico de la obra”.
Nos quedamos con las reflexiones de un autor en busca de la redención que le exculpe de la responsabilidad histórica de haber contribuido al mantenimiento de la esclavitud. De alguna manera, Styron practicó la “narrativa de la conversión”, como queda claro en su escrito Jimmy en casa, incluido en Habanos en Camelot.
En él habla de su amistad con James Baldwin, voz fundamental del movimiento negro de liberación. Uno era nieto de esclavos y el otro, nieto de amo de esclavos.
El negro y yo
William Styron acogió a James en su estudio de Connecticut a finales del otoño de 1960, y se quedó allí hasta el verano siguiente. Con él cerca, Styron consigue librarse de los prejuicios residuales de una visión reduccionista: “¿Podía realmente un negro tener una mente tan sutil, tan ricamente informada, tan ampliamente incisiva e integral como la de un blanco? ¡Dios mío, qué arrogancia y qué vanidad tan abrumadoras!”, escribe de sí mismo.
Así fue como Baldwin le contó sobre las frustraciones y la angustia de ser negro en EEUU. “Me contó qué se sentía exactamente cuando se negaban a servirte, cuando te escupían, cuando te insultaban llamándote “negro” o “chico””. Y entendió que el escritor “debía ser libre para demoler la barrera del color, para cruzar la línea prohibida y escribir desde el punto de vista de alguien con una piel diferente”, concluye
Styron en referencia a la voz en primera persona que utilizó para Las confesiones de Nat Turner. Eso sí, Baldwin se quedaba sin invitación cuando John Fitzgerald Kennedy invitaba a Styron a sus verbenas en la Casa Blanca para que le hablara “de la exacerbación de la situación racial en el sur profundo”.
Styron recordaba 47 años después, en un discurso pronunciado en la biblioteca pública del condado de Marion (Indianápolis), que cuando terminó la tempestad ya tenía tantas páginas escritas como un deseo ardiente de verlas ampliadas hasta formar parte de una novela “con todas las de la ley”.
Eran otros tiempos. Al poco de finalizar la Segunda Guerra Mundial la nueva generación de escritores norteamericanos se creía los reyes del mambo, con un aura reverente y adoradora. El primero que alcanzó el éxito entre los recién llegados fue Truman Capote, con Otras voces, otros ámbitos (1948). Luego llegó Los desnudos y los muertos (1948), de Norman Mailer. Después apareció De aquí a la eternidad escrita por James Jones en 1951, a la que rápidamente siguió El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger.
La cosecha de novelas extraordinarias la cerró Tendidos en la oscuridad, primera novela de William Styron, publicada también en 1951, cuatro años después de empezarla a escribir en aquel sótano neoyorquino. Con ese libro sería descubierto para los restos como deudor irreversible de la obra de William Faulkner, pero con todos los tintes propios del sambenito del escritor sureño: la convicción de que el ser humano es, ante todo, una criatura abundante en tragedia por permanecer expuesto al infortunio sin protección.
Los mojigatos cincuenta
Contaba Styron en un discurso ante los vecinos del condado de Marion que EEUU, a principios de los cincuenta, era un lugar sembrado de mojigatos y cocido en el caldo rancio del puritanismo más hipócrita. El país empezaba a despertar a la modernidad y el autor lo recuerda como un período decisivo en la evolución de la literatura estadounidense.
Recuerda el escritor que en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial se materializó un profundo cambio social que permitía a los escritores expresarse con mayor libertad, “especialmente en el uso de la lengua vernácula y en asuntos de sexo”.
Pero recalca que fue un proceso gradual y no repentino, porque con la publicación de la novela Los desnudos y los muertos, Mailer tuvo que mirar a la cara a la censura: “Se vio obligado a utilizar, para referirse al vulgarismo común que describe la relación sexual, no la palabra malsonante de cuatro letras fuck, sino un epíteto abreviado de tres letras: fug”.
El pobre Mailer se cruzó con una vieja actriz porno que le espetó: “Oh, tú eres el escritor que no sabe cómo se escribe fuck”, tal y como cuenta Styron y se recoge en el libro Habanos en Camelot, que acaba de publicar la editorial La otra orilla, con algunos de sus ensayos y crónicas personales inéditas y escogidos por él mismo antes de fallecer en el año 2006.
El propio Styron recibió recortes y cambios en el manuscrito de Tendidos en la oscuridad a punto de publicarse. Sugerían eliminar la palabra “culo” y cambiarla por “trasero”; la expresión “la palpó” era demasiado sugerente para la editorial; y en el colmo del absurdo, aceptaron “grandes tetas”, siempre que a cambio revisara el trozo sobre “la bragueta abierta”.
“Esto demuestra que, a mediados de siglo [XX], todavía había en determinadas zonas de América un punto de vista sobre la libertad de expresión que estaba severamente sometido a los criterios del siglo XIX y a un puritanismo que ahora parece tan arcaico que es casi conmovedor”, escribió.
A lo largo de este recorrido elegido, el Styron más interesante es el que ataca a la sociedad en la que le ha tocado vivir y con la que ha tenido que romper. No hay que olvidar que fue nieto de un amo de esclavos en Virginia y que escribió una de las novelas más provocadoras contra la esclavitud (Las confesiones de Nat Turner, 1967; premio Pulitzer en 1968) en uno de los momentos más álgidos de la lucha por los derechos civiles, algo que fue interpretado por parte de los activistas negros e intelectuales progresistas de ambas comunidades, negra y blanca, como un ataque a la dignidad. Era un agravio imperdonable que un blanco sureño se apropiara del relato de la historia que su familia había provocado.
Saldar deudas
El menos interesante de los Styron que asoman en estas 14 crónicas es el del autor que escribe para saldar deudas con la valía de coetáneos como Truman Capote. Para el creador de A sangre fría despliega una panoplia de virtudes que le halagan haciendo una clara referencia a sus propios intereses literarios: “Es perspicaz, ferozmente antisentimental, pero saturado de una poderosa compasión, exhibe lo mejor de su talento: el lirismo grave y contenido, la extraña penetración del carácter, y esa cualidad que nunca se ha percibido como la fuerza que anima parte de su obra: un sentido trágico de la obra”.
Nos quedamos con las reflexiones de un autor en busca de la redención que le exculpe de la responsabilidad histórica de haber contribuido al mantenimiento de la esclavitud. De alguna manera, Styron practicó la “narrativa de la conversión”, como queda claro en su escrito Jimmy en casa, incluido en Habanos en Camelot.
En él habla de su amistad con James Baldwin, voz fundamental del movimiento negro de liberación. Uno era nieto de esclavos y el otro, nieto de amo de esclavos.
El negro y yo
William Styron acogió a James en su estudio de Connecticut a finales del otoño de 1960, y se quedó allí hasta el verano siguiente. Con él cerca, Styron consigue librarse de los prejuicios residuales de una visión reduccionista: “¿Podía realmente un negro tener una mente tan sutil, tan ricamente informada, tan ampliamente incisiva e integral como la de un blanco? ¡Dios mío, qué arrogancia y qué vanidad tan abrumadoras!”, escribe de sí mismo.
Así fue como Baldwin le contó sobre las frustraciones y la angustia de ser negro en EEUU. “Me contó qué se sentía exactamente cuando se negaban a servirte, cuando te escupían, cuando te insultaban llamándote “negro” o “chico””. Y entendió que el escritor “debía ser libre para demoler la barrera del color, para cruzar la línea prohibida y escribir desde el punto de vista de alguien con una piel diferente”, concluye
Styron en referencia a la voz en primera persona que utilizó para Las confesiones de Nat Turner. Eso sí, Baldwin se quedaba sin invitación cuando John Fitzgerald Kennedy invitaba a Styron a sus verbenas en la Casa Blanca para que le hablara “de la exacerbación de la situación racial en el sur profundo”.