JOSEP A. MUÑOZ
Revista de Letras
Publicada originalmente en 1977 y recuperada por RBA, Las muertas es la obra definitiva de su autor, el malogrado Jorge Ibargüengoitia, fallecido en el Boeing 747 que se estrelló en Mejorada del Campo en 1983. En su trayectoria creativa dejó algunas piezas maestras de novela negra ambientadas en el México más siniestro y basadas algunas, como es el caso, en hechos verídicos.
El caso de “las Poquianchis”
Años ‘60: El diario mexicano Alarma (el equivalente a El Caso español) destapa uno de los hechos criminales más truculentos y macabros conocidos hasta la fecha:
Las hermanas González Valenzuela (María de Jesús y Delfina) conocidas como “las Poquianchis” (“prostitutas”) eran proxenetas y mantuvieron diferentes prostíbulos abiertos durante más de quince años sin que las autoridades persiguieran sus actividades (los acuerdos a base de billetes con la policia y los funcionarios permitían total libertad a estas madames de baja estofa). Las chicas que estaban a su servicio eran “capturadas” con engaños a sus padres, quienes creían que iban a ser contratadas para servir en casas de ricos hacendados. Una vez en su poder, las recluían y educaban para ejercer la prostitución. Hasta que en 1964, finalmente, una de las chicas logró escapar y, una vez explicados los detalles del “trabajo” a su madre, ésta decidió denunciarlas. En “La Barca de Oro”, su negocio principal, que se encontraba en San Francisco del Rincón (Guanajuato), ocultaban un cementerio clandestino en el que se hallaron los cadáveres de 80 mujeres, 11 hombres (clientes acaudalados) y varios fetos. Por lo declarado y descubierto, hacían abortar, siempre de manera rudimentaria y sin las mínimas precauciones sanitarias, a las prostitutas que se quedaban embarazadas, lo que provocaba enfermedades que, en lugar de ser tratadas, avanzaban hasta el fallecimiento de las chicas. Además, las retenían en condiciones pésimas, si los clientes no quedaban satisfechos eran castigadas en ayunas durante días y las palizas formaban parte de la rutina. Lo curioso del caso es que, en ningún momento, al menos que se sepa, cometieron ningún asesinato con sus propias manos sino que, sencillamente, las dejaban morir o recurrían a terceros. Dicen que, incluso, alguna de las chicas fue sepultada viva.
Al descubrirse el cementerio y cotejar las declaraciones de las hermanas y diferentes testimonios, fueron condenadas a 40 años de prisión. Delfina murió entre rejas, mientras que María de Jesús cumplió condena y desapareció para siempre. Existían otras dos hermanas, Carmen y María Luisa, que fueron consideradas cómplices: la primera murió de cáncer en el penal y la segunda acabó loca por miedo al linchamiento.
Las muertas
Como bien escribe su autor al comienzo de la novela, “Algunos de los acontecimientos que aquí se relatan son reales. Todos los personajes son imaginarios”. Una de las muchas virtudes de Jorge Ibargüengoitia, y de cualquier buen narrador que se precie -dicho sea de paso-, es el de saber reinventar la realidad para marearla a su capricho. La historia de “las Poquianchis” es, así, fuente de un relato en el que el lector será transportado a través de un camino con diferentes bifurcaciones, cada una de ellas perteneciente a una voz, a un testimonio que, por supuesto, diferirá de los otros. Un rompecabezas elaborado a partir del personaje de Simón Corona, amante de Serafina Baladro (una de las hermanas). Simón, después de un “apasionado” y premeditado (por ella) reencuentro con Serafina en el que acaba recibiendo cuarenta y ocho balazos sin llegar a morir, decide confesar su participación en el encubrimiento de una de las muertes. A partir de ahí, tirando del hilo de los interrogatorios, de las actas, de las fuentes documentales y de su propia imaginación, Ibargüengoitia construye uno de los relatos más estremecedores surgidos de la negra realidad.
Fiel a su denso y profundo sentido del humor, nuestro autor no deja que el horror impregne las páginas de su novela. Al contrario, llega a provocar una temblorosa sonrisa ante las vicisitudes de las víctimas y sus verdugos, con personajes secundarios como el de “la Calavera”, súbdita de las Baladro (equivalente a “la Santa” en la historia real), o el capitán Bedoya (por lo visto un personaje surgido de la mente del autor), quién, se explica, era la mano masculina que mantuvo firmes a las muchachas y sugirió algunas ideas para que no se perdiera el control del negocio. Tampoco escapa a su crítica paródica los sistemas policiales, administrativos y jurídicos del México corrupto.
Recuperar esta novela mítica que llegó a inspirar una película e, incluso, una ópera cómica (Serafina y Arcángela), nos hace redescubrir a un autor que, en estos tiempos de modas criminales, debería ser bendecido por las multitudes lectoras de otra literatura, la sueca, sin duda más fría y menos simpática.
El caso de “las Poquianchis”
Años ‘60: El diario mexicano Alarma (el equivalente a El Caso español) destapa uno de los hechos criminales más truculentos y macabros conocidos hasta la fecha:
Las hermanas González Valenzuela (María de Jesús y Delfina) conocidas como “las Poquianchis” (“prostitutas”) eran proxenetas y mantuvieron diferentes prostíbulos abiertos durante más de quince años sin que las autoridades persiguieran sus actividades (los acuerdos a base de billetes con la policia y los funcionarios permitían total libertad a estas madames de baja estofa). Las chicas que estaban a su servicio eran “capturadas” con engaños a sus padres, quienes creían que iban a ser contratadas para servir en casas de ricos hacendados. Una vez en su poder, las recluían y educaban para ejercer la prostitución. Hasta que en 1964, finalmente, una de las chicas logró escapar y, una vez explicados los detalles del “trabajo” a su madre, ésta decidió denunciarlas. En “La Barca de Oro”, su negocio principal, que se encontraba en San Francisco del Rincón (Guanajuato), ocultaban un cementerio clandestino en el que se hallaron los cadáveres de 80 mujeres, 11 hombres (clientes acaudalados) y varios fetos. Por lo declarado y descubierto, hacían abortar, siempre de manera rudimentaria y sin las mínimas precauciones sanitarias, a las prostitutas que se quedaban embarazadas, lo que provocaba enfermedades que, en lugar de ser tratadas, avanzaban hasta el fallecimiento de las chicas. Además, las retenían en condiciones pésimas, si los clientes no quedaban satisfechos eran castigadas en ayunas durante días y las palizas formaban parte de la rutina. Lo curioso del caso es que, en ningún momento, al menos que se sepa, cometieron ningún asesinato con sus propias manos sino que, sencillamente, las dejaban morir o recurrían a terceros. Dicen que, incluso, alguna de las chicas fue sepultada viva.
Al descubrirse el cementerio y cotejar las declaraciones de las hermanas y diferentes testimonios, fueron condenadas a 40 años de prisión. Delfina murió entre rejas, mientras que María de Jesús cumplió condena y desapareció para siempre. Existían otras dos hermanas, Carmen y María Luisa, que fueron consideradas cómplices: la primera murió de cáncer en el penal y la segunda acabó loca por miedo al linchamiento.
Las muertas
Como bien escribe su autor al comienzo de la novela, “Algunos de los acontecimientos que aquí se relatan son reales. Todos los personajes son imaginarios”. Una de las muchas virtudes de Jorge Ibargüengoitia, y de cualquier buen narrador que se precie -dicho sea de paso-, es el de saber reinventar la realidad para marearla a su capricho. La historia de “las Poquianchis” es, así, fuente de un relato en el que el lector será transportado a través de un camino con diferentes bifurcaciones, cada una de ellas perteneciente a una voz, a un testimonio que, por supuesto, diferirá de los otros. Un rompecabezas elaborado a partir del personaje de Simón Corona, amante de Serafina Baladro (una de las hermanas). Simón, después de un “apasionado” y premeditado (por ella) reencuentro con Serafina en el que acaba recibiendo cuarenta y ocho balazos sin llegar a morir, decide confesar su participación en el encubrimiento de una de las muertes. A partir de ahí, tirando del hilo de los interrogatorios, de las actas, de las fuentes documentales y de su propia imaginación, Ibargüengoitia construye uno de los relatos más estremecedores surgidos de la negra realidad.
Fiel a su denso y profundo sentido del humor, nuestro autor no deja que el horror impregne las páginas de su novela. Al contrario, llega a provocar una temblorosa sonrisa ante las vicisitudes de las víctimas y sus verdugos, con personajes secundarios como el de “la Calavera”, súbdita de las Baladro (equivalente a “la Santa” en la historia real), o el capitán Bedoya (por lo visto un personaje surgido de la mente del autor), quién, se explica, era la mano masculina que mantuvo firmes a las muchachas y sugirió algunas ideas para que no se perdiera el control del negocio. Tampoco escapa a su crítica paródica los sistemas policiales, administrativos y jurídicos del México corrupto.
Recuperar esta novela mítica que llegó a inspirar una película e, incluso, una ópera cómica (Serafina y Arcángela), nos hace redescubrir a un autor que, en estos tiempos de modas criminales, debería ser bendecido por las multitudes lectoras de otra literatura, la sueca, sin duda más fría y menos simpática.