CARLOS BOYERO
El País
Ocurre en el arte y en la vida que determinados creadores y seres anónimos que están lejos de la perfección, en los que transiges con sus defectos casi tanto como admiras sus virtudes, poseen el don de enamorarte siempre, conectan con tus fibras más íntimas, te hacen sentir, se te pone un nudo en la garganta cuando desaparecen de este mundo, mantienen un lugar imborrable en tu memoria, los vas a echar de menos hasta tu último día.
Con los seres cercanos sólo te sirve el recuerdo para evocarlos. Con los libros, la música y las películas no existe esa limitación, ya que la desaparición de sus autores no es impedimento para que puedas seguir gozando de todo lo que crearon.
Esta semana hace 25 años que murió Sam Peckinpah. No poseo ningún director vivo, incluidos los extraordinarios Clint Eastwood, Woody Allen y Martin Scorsese, con la dimensión mítica y tan cercano a mis emociones (aunque nunca haya disparado un tiro ni montado un caballo) como este juglar de los espacios abiertos, épico y lírico, bronco y tierno, retratista incomparable de la violencia interna y externa y de perdedores con aura o exclusivamente cochambrosos, de desesperados con causa o sin ella, de profesionales que no van a morir en la cama, de amistades traicionadas que parecían inquebrantables, de principios morales y códigos de conducta en matadores presuntamente amorales, de gente que vive o sobrevive en el límite, cercana al ocaso.
Mi bautizo en ese cine de aroma y personalidad inconfundible ocurrió en Duelo en Alta Sierra. La muerte de Joel McCrea despidiéndose de su socio y de las montañas podría llevar la firma del mejor John Ford. Las grandes películas de Peckinpah siempre acaban con la muerte. De los malos y de los buenos. Lo segundo es inexacto, ya que cualquiera de sus personajes buenos no dudaría en meterle un balazo en la sesera a cualquier impedimento con forma humana. El legendario Pike Bishop, el jefe del grupo salvaje, advertía a los rehenes de su asalto al banco: "Si se mueven, mátalos".
El mayor Amos Dundee lograba finalmente acabar con el apache Charriba y cruzar la frontera de Río Grande a costa de perder en su obsesivo viaje a su sudista álter ego, el capitán Benjamin Tyreen, y a la única mujer que podría haber arreglado su torturada existencia. El suicidio que más me ha impresionado en la historia del cine es el de Bishop y su banda. Consecuentemente, mueren matando, gritando "¿Por qué no?" (expresión nihilista y habitual en el mundo de Peckinpah), con el pretexto de que intentan liberar a su socio mexicano.
Cable Hogue, el desamparado de Dios y de los hombres, el agonizante cuya fe encontró agua en el desierto, también acaba trágicamente sus días, pero éste tiene el consuelo de ser enterrado por la puta que ama y de que el predicador canalla que ha sido su problemático socio le dedique el más hermoso y complejo sermón fúnebre.
El reconvertido Pat Garrett rompe el espejo que le devuelve su indeseada imagen después de matar al forajido Billy The Kid, a su antiguo amigo, al tipo que se negó al pragmático cambio que le exigían los nuevos y arteros tiempos. El volcánico borracho que iba a triunfar por primera vez en su vida entregando la cabeza de Alfredo García decide montar el infierno y que éste se lo trague en nombre de una anhelada dignidad.
El maltrecho jinete de rodeo Junior Bonner no muere, pero sabe que lo tiene muy crudo para seguir tirando. Tampoco el acorralado matemático que acaba cargándose a los feroces perros de paja, pero ya nunca podrá identificar el camino de su casa.
Peckinpah también hizo películas olvidables, mediocres caricaturas de sí mismo. En las últimas, los estragos de la vida le pasaron factura a su arte. Da igual. Cuando estuvo en forma su cine fue duro, complejo, emocionante, poético e inmejorable. Creó escuela, pero sus esencias no admiten el plagio. Es uno de los grandes.
Con los seres cercanos sólo te sirve el recuerdo para evocarlos. Con los libros, la música y las películas no existe esa limitación, ya que la desaparición de sus autores no es impedimento para que puedas seguir gozando de todo lo que crearon.
Esta semana hace 25 años que murió Sam Peckinpah. No poseo ningún director vivo, incluidos los extraordinarios Clint Eastwood, Woody Allen y Martin Scorsese, con la dimensión mítica y tan cercano a mis emociones (aunque nunca haya disparado un tiro ni montado un caballo) como este juglar de los espacios abiertos, épico y lírico, bronco y tierno, retratista incomparable de la violencia interna y externa y de perdedores con aura o exclusivamente cochambrosos, de desesperados con causa o sin ella, de profesionales que no van a morir en la cama, de amistades traicionadas que parecían inquebrantables, de principios morales y códigos de conducta en matadores presuntamente amorales, de gente que vive o sobrevive en el límite, cercana al ocaso.
Mi bautizo en ese cine de aroma y personalidad inconfundible ocurrió en Duelo en Alta Sierra. La muerte de Joel McCrea despidiéndose de su socio y de las montañas podría llevar la firma del mejor John Ford. Las grandes películas de Peckinpah siempre acaban con la muerte. De los malos y de los buenos. Lo segundo es inexacto, ya que cualquiera de sus personajes buenos no dudaría en meterle un balazo en la sesera a cualquier impedimento con forma humana. El legendario Pike Bishop, el jefe del grupo salvaje, advertía a los rehenes de su asalto al banco: "Si se mueven, mátalos".
El mayor Amos Dundee lograba finalmente acabar con el apache Charriba y cruzar la frontera de Río Grande a costa de perder en su obsesivo viaje a su sudista álter ego, el capitán Benjamin Tyreen, y a la única mujer que podría haber arreglado su torturada existencia. El suicidio que más me ha impresionado en la historia del cine es el de Bishop y su banda. Consecuentemente, mueren matando, gritando "¿Por qué no?" (expresión nihilista y habitual en el mundo de Peckinpah), con el pretexto de que intentan liberar a su socio mexicano.
Cable Hogue, el desamparado de Dios y de los hombres, el agonizante cuya fe encontró agua en el desierto, también acaba trágicamente sus días, pero éste tiene el consuelo de ser enterrado por la puta que ama y de que el predicador canalla que ha sido su problemático socio le dedique el más hermoso y complejo sermón fúnebre.
El reconvertido Pat Garrett rompe el espejo que le devuelve su indeseada imagen después de matar al forajido Billy The Kid, a su antiguo amigo, al tipo que se negó al pragmático cambio que le exigían los nuevos y arteros tiempos. El volcánico borracho que iba a triunfar por primera vez en su vida entregando la cabeza de Alfredo García decide montar el infierno y que éste se lo trague en nombre de una anhelada dignidad.
El maltrecho jinete de rodeo Junior Bonner no muere, pero sabe que lo tiene muy crudo para seguir tirando. Tampoco el acorralado matemático que acaba cargándose a los feroces perros de paja, pero ya nunca podrá identificar el camino de su casa.
Peckinpah también hizo películas olvidables, mediocres caricaturas de sí mismo. En las últimas, los estragos de la vida le pasaron factura a su arte. Da igual. Cuando estuvo en forma su cine fue duro, complejo, emocionante, poético e inmejorable. Creó escuela, pero sus esencias no admiten el plagio. Es uno de los grandes.