Generación noqueada


Son el rostro del esplendor perdido. La fotografía del derrape económico. El 93% de los empleos destruidos desde el pinchazo de la burbuja española corresponde a menores de 35 años. Vivieron la época más próspera de la historia reciente. Se incorporaron al mercado laboral tras la crisis de los noventa. Crecieron en un entorno en el que parecía haber trabajo para todos. Y muchos de ellos abandonaron los estudios en busca de un futuro fácil. Eso sí: mileurista, precario e inestable. Es lo que había. El ajuste los ha barrido. Eran los más débiles, han sido los primeros en caer. Suman 1,7 millones de proyectos de vida truncados


GUILLERMO ABRIL
El País Semanal

Resulta curiosa una ratio que manejan los expertos. En 2006, una pareja de trabajadores jóvenes lograba alzar una vivienda media en el transcurso de un año. Récord de producción: España construía unas 700.000 viviendas anuales. Pero algo en la cadena de montaje no encajaba. Esa misma pareja necesitaba casi cuatro años de su sueldo íntegro para pagarla y formar lo que se denomina "un hogar" -dos personas, una casa-. Por eso sólo se formaban 300.000 hogares al año. Y para financiar el desajuste entre hogares y casas cosntruidas se recurría a unas empresas especializadas en dejar para mañana todo lo que no se podía pagar hoy.

En una de estas compañías llamadas "financieras" entró a trabajar en 2006 un tipo de 25 años. Alberto Hernández, un robusto metro ochenta y siete, amante del fútbol y de salir por ahí con su novia y sus amigos. Con dotes de cara al público. No se trataba de su primer trabajo. Al cumplir los 18, cuando se matriculó en Empresariales, decidió que no seguiría pidiendo dinero en casa. Iniciativa admirable. Pertenecía a una generación a la que se le solía achacar su pasividad. Primero se dedicó a montar fiestas. Pero, mientras sorbe un licor digestivo en una cafetería cercana a la casa de sus padres, en la que sigue viviendo a los 29, Alberto cuenta cómo en el momento en que uno comienza a ganar dinero ya es muy difícil volverse atrás. Que uno suele buscar más porque cree que puede obtener más. Concepto al que se denomina "expectativa". Mejoró su salario entrando a trabajar de dependiente en unos grandes almacenes.

Luego quiso más. Un empleo mejor remunerado. En el que poner en práctica los conocimientos universitarios que iba adquiriendo. Coincidió con la época en que los desajustes monetarios del presente se agudizaron. Por eso Alberto encajó a la perfección con las expectativas de una compañía financiera. Sobraban clientes. Con salario fijo más variable, un buen mes sumaba 3.000 euros. Y sin acabar la carrera. El empleo, de nueve a nueve, le obligó a dejarla al margen. Nunca fue su intención. Se trataba de priorizar. De echar cálculos. De emanciparse. Él lo estaba logrando, a diferencia de la mayoría de sus compañeros de generación. A finales de 2007 decidió ir a por el coche. Poco después le tocó una casa en un sorteo de vivienda pública para cuya financiación habría de tirar de una ecuación de futuro. Pero sin ahogos. Aún vivía bajo el techo paterno. Un afortunado.

Y, sin embargo, Alberto da otro trago al digestivo y asegura que a finales de 2007 comenzó a suceder algo extraño en la compañía. Los teléfonos dejaron de sonar. No entraron más hipotecas ni productos financieros. Él aguantó algo más en su puesto. En 2008, mientras uno de los semanarios económicos más prestigiosos publicaba un reportaje sobre España titulado con cierta gracia "La fiesta se ha acabado", la dirección de su empresa le hizo una oferta que claramente debía rechazar: nada de fijos, sólo un sueldo variable en función de los resultados. Una trampa. Su sector se había transformado en un agujero negro. En una máquina precisa que escupía empleados a un ritmo sin precedentes. Una generación entera, la más joven, la nacida y acunada en democracia, acostumbrada a vivir razonablemente bien, casi siempre bajo el techo paterno, estaba a punto de ser vomitada por el mercado de trabajo. Una vez en la calle, a Alberto se le quedó la misma cara que al resto, y 18 meses de paro. Allí estaba. Tenía 27 años. Ni siquiera había llegado a tiempo de matricularse de nuevo en Empresariales.

Son el rostro del esplendor perdido. Del frenazo en seco. Una generación noqueada que comenzó a trabajar con todo a favor después de la crisis de los noventa. Cabalgaron la ola más larga y próspera de la historia reciente. Crecieron en un entorno en el que había curro para todos. Precario, inestable, mileurista. Pero trabajo al fin y al cabo. Hasta que dejó de haberlo. Nueve de cada diez personas que han perdido el empleo desde el pinchazo de la burbuja tienen entre 16 y 34 años, según la Encuesta de Población Activa; 1,7 millones de jóvenes (en el sentido amplio del término) expulsados de la cadena productiva desde que se apagó la música de la discoteca española en otoño de 2007. La generación de sus padres y la de sus hermanos mayores, los últimos del baby boom, apenas han perdido 120.000 puestos en el mismo periodo, gracias, sobre todo, a que la mujer madura ha incrementado su ocupación a buen ritmo a pesar de la crisis.

Una brecha generacional que nadie parece explicarse y nadie quiere comentar demasiado. No vaya a ser que despierte la bestia. Que comience a protestar. Que salga a la calle. Quizá fueron los contratos precarios, dicen unos. La flexibilidad sobrevenida que nos cogió con el pie cambiado. Otros dirán que fue culpa de la apatía generalizada. De unos ni-nis, perezosos desde la cuna, que necesitaron mano firme en su momento, y ya están perdidos para siempre.

Los discursos se cruzan llenos de contradicciones. "Cada vez que hay una crisis social, se le mira al joven como si éste fuera el responsable de su situación. Como si no quisiera trabajar", dice Gabriel Alconchel, de 31 años, director del Instituto de la Juventud (Injuve). Lo único cierto es que se trata de un tajo que cruza fronteras. Dos de cada tres empleos perdidos en la zona euro corresponden a un menor de 35 años en suelo español. Uno de cada cinco era extranjero. A unos los despidieron. A la mayoría, simplemente dejaron de llamarlos.

Valeriano Gómez lo ha vivido desde la barrera. Un espectador privilegiado de la devastación. Este economista jiennense de poco más de medio siglo sorbe un café a media mañana mientras articula su discurso sobre la dentellada generacional. Gómez fue secretario general de Empleo durante los dos primeros años del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Cuando los engranajes aún no habían perdido aceite. Y apunta una lógica social y humana detrás del drama. Una regla de oro que "funciona" en tiempos de vacas flacas: "Cuando el mercado de trabajo va mal, el primero que se va es el más joven y el último en marcharse es el que tiene responsabilidades familiares. De esta forma, los efectos sociales no son tan perniciosos. Sería peor si afectara, por ejemplo, a los de 35 a 55 años". La pregunta que hacerse sería por qué los jóvenes no han adquirido responsabilidades. Valeriano Gómez aduce para explicar la criba que no pondría el énfasis en el tipo de contratos (temporales), sino en el sector (construcción). Pero añade, como receta típicamente española, la capacidad para responder a las crisis gracias a la fórmula contractual: "Cuando existe contratación temporal, se responde más rápido al ciclo". El trabajador fugaz como efecto de choque. Una varita mágica intensiva en gente joven. Antes de la crisis, uno de cada dos contratos firmados por los menores de 30 era temporal. La ratio, para los mayores, era de uno a cuatro.

Llueve tímidamente sobre los adoquines de la Villa de Vallecas (Madrid) cuando aparece María Dolores Rentero vestida de andar por casa y sin paraguas, sólo cubierta por un forro polar. El encuentro, a primera hora de la tarde, es todo un acontecimiento, ahora que cada día se parece al anterior. "La soledad del paro resulta insoportable. Piensas demasiado. Te pasas el día sin saber qué hacer", dice a sus 34 años. Ella procura mantener una rutina. Aunque haya días que no quiera ni salir de casa. Se levanta "a las ocho o las nueve". Mira el teléfono. Se mete en Internet mientras desayuna. A ver si el boca a boca ha dado resultado. Porque la oficina de empleo e Infojobs hace tiempo que entraron en coma. Luego hace la casa. O se va a la compra. "Esta semana he tenido que pedirle a mi padre 50 euros para el supermercado". Cuando vuelve, cuenta, no puede ni leer porque anda con ese nervio por dentro. Con ese poso que deja el desempleo en una persona activa.

y con las manos curtidas. Su vida laboral comienza a los 18. Había optado por cursar una FP. Se sacó el primer año y se dejó de líos. Quiso currar para sentirse productiva. Para ganar dinero. Y comenzó fregando suelos. Hoy le faltan dedos para enumerar empleos: repostera a granel cocinando bollos y roscones de Reyes, conductora de un toro mecánico transportando ferralla para la obra, manipuladora de cintas de vídeo, ayudante de cocina en un restaurante en Faunia, pulidora de chapa y pintura en una fábrica de automóviles, cuidadora de caballos en un cuartel, animadora de niños en una asociación de su barrio, jardinera y sustituta, cubriendo bajas, en polideportivos municipales. Encasillar a esta mujer dentro de un sector económico sería imposible. La única constante en 16 años fue lo que no tuvo: un contrato indefinido: "No he tenido hijos porque no he tenido estabilidad. Siento que se me pasa el arroz. En todos los sentidos. Ya no tengo 25 años, y en algunas entrevistas siguen preguntándome: '¿Piensas tener hijos?". Va a ser que no. Por el momento. En 2009, María dejó de existir para su último empleador. Sin noticias desde entonces para esta mujer que sobrevive gracias a un marido con trabajo, los dos dentro de una casita hipotecada. "Lo peor de todo es el sentimiento de culpa que te come. Te sientes culpable por no estar haciendo nada. Culpable porque no aportas. Y entonces vuelves la vista atrás, a cuando eras más joven. Piensas que igual no tenías que haber?No sé. Te replanteas toda tu vida".

Una fórmula sencilla, viéndolo a toro pasado y en mitad de una crisis económica, dice que a mayor nivel educativo, más empleo. Pero esto no siempre fue así. Mientras los ladrillos se iban amontonando en España, y con una industria y un sector servicios pletóricos, el nivel de abandono escolar se disparó. Un sinsentido con una lógica poderosa: había dinero, había trabajo, ¿para qué seguir estudiando? Entre 2000 y 2008 creció del 34% al 40% el número de personas de entre 20 y 24 años que dejó el instituto sin la Educación Secundaria Obligatoria, según la Encuesta Europea de Fuerza de Trabajo. Un dato del que tiraban, sobre todo, los hombres: en 2008 no llegaba al 53% el número de varones de esa edad con título de Secundaria. Por primera vez, una generación se preparaba menos que la anterior. Y sin embargo se batía el récord de afiliados a la Seguridad Social. El problema llegó después. Cuando España se apretó el cinturón y comenzó a sudar el exceso de grasa. Los primeros en caer fueron los menos formados. David, un veinteañero de Logroño, explica cómo, con el viento a favor, lograba reunir más de 2.000 euros al mes. A base de cubrir el suelo con cemento. Abandonó la enseñanza a los 16. Pero de solador le iba mejor que a cualquier universitario de su edad, para quienes el salario medio en 2008 era de 1.495 euros brutos mensuales cinco años después de haber acabado la carrera. Luego llegó el frenazo en seco. Los jefes de obra dejaron de llamar.

Entonces fue la mujer la que marcó la diferencia. Un terremoto estadístico sin precedentes. A principios de 2009, la tasa de paro masculina superó a la femenina. Pero sólo entre los menores de 30. La construcción se iba a pique. La industria, también. El varón joven y de baja cualificación enfilaba el acantilado. "Estos chicos que no han estudiado la han cagado. Han cometido un error estratégico histórico", comenta Luis Garrido, director del departamento de estructura social de la UNED. Este antiguo asesor del ex ministro de Economía Pedro Solbes dedica su tiempo a cruzar datos de empleo y formación en busca de respuestas. Y tiene alguna. En el colectivo de 29 a 33 años, explica, las mujeres con estudios universitarios ascienden al 36% de la población. Muy por encima de los hombres, que rondan el 23%. Hace 15 años que se igualó el nivel de estudios entre sexos. Desde entonces, ellas han estudiado más. Han dado ejemplo. Han abierto una brecha. La fábula de la hormiga y la cigarra, en pleno campus universitario. "Sólo que el hombre sería una cigarra rara", añade Luis Garrido. "Una cigarra que decidió trabajar. Porque, en el fondo, eso era ser menos hormiga. Con un empleo y en casa de los padres se vive como un duque". De los 1,7 millones de empleos perdidos entre los menores de 35, los hombres suman el 68%.

Varón. De 25 a 29 años. Éste sería el retrato robot de la crisis. El grupo más golpeado, del que quizá la única lectura positiva sea el incremento del 37% de hombres dedicados a las "tareas del hogar", según el Instituto Nacional de Estadística. El sociólogo Enrique Gil Calvo le añade al cuadro matices demoledores: "Estamos hablando de tíos sin estudios, viviendo con sus papás, en los que ha calado la idea de la inutilidad. De que el esfuerzo no tiene recompensas. No han hecho el tránsito a la vida adulta. Ni han vivido la independencia que les corresponde entre los 20 y los 30 años. En parte porque las barreras de entrada eran demasiado grandes. Pero han preferido ganar dinero a través del empleo fácil. Y ahora se ven expulsados del mercado de trabajo. Las mujeres, en cambio, han buscado puestos más estables". El empleo público es un ejemplo. Al principio de la crisis, las menores de 35 sumaban 370.000 puestos, frente a los 343.000 de los varones. "La única luz al final del túnel", concede Gil Calvo, "es que muchos de los expulsados han retomado los estudios". Alberto Hernández, el chico de la compañía financiera, ha vuelto este curso a Empresariales. Se apuntó en la UNED, que en septiembre de 2009 registró un incremento de matrículas cercano al 40%. Cuando se le entrevistó para este reportaje combinaba exámenes y entrevistas de trabajo. "En todas partes piden el título de licenciado", dijo. "Siento que he estado perdiendo el tiempo mientras trabajaba".

Pero los estudios y el sexo tampoco garantizan nada. Beatriz Rivero. Mujer, 27 años. El día que apareció por el INEM, la funcionaria no se lo creía. Una carrera, un máster, tres idiomas. Ella dice que aún no se siente parada. Que hasta ahora lo percibe como un tránsito entre un trabajo del que le acaban de despedir y otro que está aún por llegar, pero no llega. Que son cosas de un sector convulso como el suyo. El marketing, la publicidad. Siempre sujeto a las necesidades del cliente. Si éste invierte menos en campañas, las empresas adelgazan su plantilla. Por eso ella presintió que algo fallaba. Una semana antes de que la despidieran, cuenta, se sorprendió a sí misma consultando su vida laboral. A ver cuánto paro le salía. Y bingo. En la siguiente reunión de equipo, a finales de enero, su sexto sentido cobró forma y echaron a tres de golpe. Despido improcedente. "Lo lógico era que saliera yo porque era la que menos tiempo llevaba", dice esta canaria. La frase le sale como una coletilla. Como una providencia. Pero esto tampoco fue siempre así. Hasta 1984, las crisis de empleo se cebaron sobre todo con los mayores. Los jóvenes, mejor formados y mucho más baratos, los iban sustituyendo a un ritmo galopante. Por eso se introdujeron aquel año los contratos temporales, señala el catedrático de la UNED Luis Garrido. Un pacto tácito entre generaciones capaz de frenar la hemorragia. Ya en la crisis de los noventa dejó sentir sus efectos. Los jóvenes acumularon el 80% de los empleos destruidos. La tendencia se ha agravado en la recesión actual, llegando al 93%. Una bomba con efectos retardados que ha levantado un muro entre los que están dentro y los que están fuera. Una barrera en el tránsito hacia la vida adulta. El concepto joven estirado como un chicle.

"La precariedad laboral, el acceso a la vivienda. Y ahora, la destrucción de empleo. Si no existe una movilización social es porque están las familias soportando", comenta Almudena Moreno, de 39 años, doctora en Sociología y autora del Informe Juventud 2008. Y apunta un dato para explicarlo: "Si todas las personas de entre 26 y 35 años se independizaran, la tasa de exclusión social se triplicaría, alcanzando el 57%". Pero aquí nadie protesta. El economista Valeriano Gómez guarda en su ordenador una gráfica inquietante, que actualiza cada año. Una curva azul muestra la evolución del número de jornadas perdidas por huelgas desde 1979. La curva comienza en los 18 millones. Y la tendencia se aproxima inexorablemente a cero en nuestros días. Los pocos que se echan a la calle son mayores. Veteranos. Sindicados. Con derechos adquiridos. En defensa de un sistema de pensiones que no deja de ser una incógnita para las generaciones que vienen. El nivel de sindicación entre los jóvenes se encuentra por los suelos. Los menores de 35 años suponen el 24% de los afiliados a UGT, uno de los sindicatos mayoritarios, cuando representan el 35% de los trabajadores. Varios de los entrevistados para este reportaje comentaron: "Estamos como atontados. Perdiendo los derechos que ganaron nuestros padres". Sólo uno de los seis que aparecen en estas páginas pertenecía a un sindicato. José García, de 23 años, educador social en paro. Lo hizo por cuestión de principios. Pero comprende que sus compañeros de viaje se frenen. ¿Sirve de algo afiliarse o echarse a la calle cuando el contrato se renueva cada día?

Y por 7,40 euros la hora. Un hombre llama y pide ayuda al otro lado del hilo telefónico. Su hija, dice, compró un cocodrilo y ahora anda suelto por la casa. "Un momento, por favor". Josefa García Garrido, con unos auriculares y un micrófono enganchados a la cabeza, teclea en el ordenador. Y conecta al cliente con una empresa cuidadora de animales. Caso resuelto. De teleoperadora no se gana demasiado. Al menos resulta entretenido. A Josefa, de 26 años, una huelga ni se le pasaba por la cabeza. La contrataban de tres en tres meses. O por semanas. Incluso por días. Según los picos de trabajo. Y un día de 2009 dejó de haberlos. Ella aprovecha ahora el tiempo para darle duro al inglés y al francés. Vive con sus padres y su hermano mayor. Cobra 420 euros de paro y sueña con que los idiomas le abran un hueco estable en la recepción de un hotel. "Mi idea es agotar el paro mientras estudio. Y luego, si acaso, buscar algo que me permita seguir con los idiomas". Con una FP de grado medio -corte y confección-, Josefa apenas trabajó tres meses de lo suyo en una tienda de trajes de novias. El resto se lo ha pasado de cara al cliente en grandes almacenes. Y luego, colgada del teléfono. Siempre en servicios. Dos de cada tres empleos destruidos entre las mujeres menores de 35 (550.000 en total) correspondían a este sector, en el que la temporalidad alcanza una de sus cotas más altas.

"Cada generación ha tenido sus ventajas y sus inconvenientes", explica el ministro de Trabajo, Celestino Corbacho. La suya, dice a los 60 años, aspiraba a tener un trabajo para toda la vida y a jubilarse en la misma empresa, yendo del escalafón más bajo hacia puestos de cada vez mayor responsabilidad. La de ahora, en cambio, difícilmente aspira a perpetuarse. "Hay más movilidad, pero también más inestabilidad", explica a través del correo electrónico. "Los jóvenes acostumbran a trabajar con contratos temporales, que son los primeros que se rescinden a la hora de hacer ajustes", dice sobre la actual crisis de empleo. Un hecho que no se puede desligar de las decisiones individuales: "Hubo personas que abandonaron los estudios para ponerse a trabajar. Podían ganar dinero fácilmente, sin esperar a tener una mejor preparación. En esta crisis hemos comprobado cómo el empleo más frágil es el que requiere menos cualificación". Por eso, explica, las recetas del Gobierno apuntan en una dirección: educación, para avanzar hacia el cambio de modelo productivo. "Los trabajadores mejor formados y con mayor capacidad de adaptación tienen más fácil acceder al empleo y mantenerlo".

Un poco por eso, Abdessamad Ghoual le vio las orejas al lobo y volvió a los libros. A sus 20 años, este hijo de inmigrantes marroquíes ya ha currado de camarero, de peón en la obra, en un taller de coches y de cantero. "Con un bloque de granito puedes tirarte tallando una semana", dice. Curtido en la filosofía del trabajo para salir adelante, para aportar en casa, Abdessamad no acabó la Secundaria. Se sacó un programa de garantía social. Le buscaron un hueco en la obra, de ocho a cuatro, para que pudiera llegar a los entrenamientos en Valdebebas. Juega en la cantera del Real Madrid y dice que lo suyo, ahora que el empleo hay que buscarlo debajo de las piedras, es que le fuera bien con el fútbol. Pero, por si acaso, en 2008 se matriculó de nuevo en una escuela para adultos. Se sacó la ESO. Ahora anda a vueltas con el Bachillerato. Le dedica su tiempo por las tardes, "antes del entreno". Por la mañana se cruza la ciudad para asistir a una academia de policía. No quiere jugárselo todo a una carta. "Prefiero perder dos años estudiando y ganar un empleo para toda la vida. Con el que pueda mantener una familia".

Ha llegado a la entrevista vestido de punta en blanco. Impecable. El pelo engominado. Con paso decidido. De pronto abre la carpeta que ha traído bajo el brazo. Muestra algunas fotocopias de un libro de texto. Los apuntes a bolígrafo con una letra comprimida. No, no es eso. Busca entre las pestañas de cartón y por fin lo encuentra. Un folio mecanografiado. Sin foto. Abdessamad alarga su currículo. Y dice: "Lo traje por si acaso. Igual sale algo. Nunca se sabe".